En su carta
“La única cosa necesaria”, el P. Flavio Peloso nos recuerda cual fue el secreto
de Don Orione.
En las actas del proceso de
canonización de Don Orione se encuentra el cuento de un episodio testimoniado
por Don Giovanni Venturelli. “Todavía viviente Don Orione, entre los
cohermanos, surgió la pregunta cuál fuese el aspecto más profundo,
justificativo de toda la vida y la acción de nuestro Padre; las respuestas
fueron variadas, poniendo la explicación del “fenómeno” Don Orione algunos en
la caridad, otros en su piedad, otros en otros detalles de su personalidad. A
un cierto punto intervino el recordado Don Biagio Marabotto haciéndonos callar
y poniéndonos de acuerdo preguntándonos:
“Pero digan: ¿qué es lo que explica todo en Don Orione? ¿No es Dios? He aquí
cosa es, sobre todo, Don Orione: un hombre que vive de Dios”[1].
Visitando el mundo orionino a menudo
me sucede de escuchar alabanzas, cumplidos y exaltación por lo llevado a cabo
por cohermanos “fenomenales”. Gozo, pero me siento más tranquilo y aplaudo con
más ganas cuando escucho, en primer lugar, de entre los títulos de alabanza: “es
un hombre de Dios”.
Ser “hombres que viven de
Dios”: es este el objetivo y la contribución de nuestra vida
religiosa. De este nuestro ser deriva nuestro nuevo (es decir auténtico)
hacer apostólico, nuestro papel como comunidad y “a través de las
obras de caridad”[2].
Para leer la carta completa, clicar:
[1] Positio, p.
993. Pero don Orione mismo enseñó a sus
clérigos y cohermanos: “quiero confiarles un gran secreto. ¿Cuál es el gran
secreto para lograr fecundidad en las sobras de apostolado, para obtener
resultados satisfactorios en nuestro trabajo, en el campo de la
caridad cristiana? Este secreto es la unión con Dios, vivir
con Dios, en Dios, unido a Dios, tener siempre el espíritu elevado a Dios. En
otras palabras es la oración intensa. Todo lo que se hace se transforma, así,
en oro, porque todos se hace para gloria de Dios y todo se transforma en
oración” Parola del 26.9.1937.
[2]
Leemos en Vita consecrata 84: “La función de signo, que el Concilio
Vaticano II reconoce a la vida consagrada, se expresa en el testimonio
profético del primado que Dios y los valores del Evangelio tienen en la vida
cristiana. En fuerza de tal primado nada
puede ser ante puesto al amor personal por Cristo y por los pobres en los que Él
vive”.
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