En una carta fechada el 7
de febrero de 1923, Don Orione recuerda con mucho cariño a su madre y comparte
como aprendió de aquella "pobre viejita campesina", el sentido del
trabajo y la pobreza.
Yo era el cuarto de los
hijos y mi madre me ponía la ropa de mi hermano más grande, trece años mayor
que yo, que la pobre ya había usado para mis tres hermanos mayores; pero, esto
sí, nos ha dejado un poco de dinero que, en parte, fue a parar a los primeros
huérfanos de la Divina Providencia, y nos ha criado bien: con pedazos viejos
nos hacía la ropa, y así, en la pobreza y con honestidad y discreción la
familia salía adelante.
Mi madre, pobre viejita
campesina, se levantaba a las tres de la mañana para trabajar; siempre estaba
haciendo algo, y se ingeniaba para todo. Era la mujer de la casa pero hacía
también los trabajos del hombre ya que nuestro padre trabajaba lejos, en
Monferrato: cortaba el pasto con la guadaña, y la afilaba ella misma, no la
llevaba al afilador. Ella misma hilaba y tejía; y mis hermanos se repartieron
todas las sábanas y la lencería que hizo mi pobre madre!
Tenía contados hasta los
cuchillos rotos, que es lo que yo he heredado. No compraba nada a menos que
fuera absolutamente necesario. Cuando murió, después de 51 años de casada, le hemos
puesto el vestido de esposa que había hecho teñir de negro. Le quedaba muy bien
y era el mejor vestido que tenía.
Hijos míos, ven cómo hacían
nuestros queridos y santos viejos? Siempre me contaba que Jesús se había bajado
del caballo para recoger un pedazo de pan... Esto lo he encontrado después en
un evangelio apócrifo, y ¿quién sabe si no fue cierto? Por lo menos, llama
mucho la atención. Lo que es propio de los grandes señores, las comodidades
propias de los grandes señores no tienen nada que ver con los hijos de la
Divina Providencia. Son una contradicción para nosotros. Mis queridos hijos,
imitemos a nuestros viejos y a nuestros santos!
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