El
9 de abril de 1929, encontrándose en Nápoles, Don Orione se dirigió a orar en
la iglesia Basílica del Carmen Mayor. Pero sucedió, que al salir se dio cuenta,
con amarga sorpresa, que había sido robado. Cuando llegó a Roma, al instituto
de la calle Sette Sale, a la noche, se comprendió que algo le había pasado; mas
estaba calmo y tranquilo, no habló de eso...
Le escribió a Don Sterpi al día
siguiente: “Ayer, en Nápoles, perdí o me
robaron, la libreta de identificación, el documento de identidad, que estaba
dentro y el “permanente”[1]
para el tren, con otros papeles de poca importancia y cincuenta liras que había
dentro. ¡Paciencia! Ahora trataré de denunciar al ferrocarril la pérdida, solicitando
si me dan un duplicado. Que sea todo como Dios quiere y permite...” (Scr.17,
15; 74, 107).
Un tiempo después les contó a los clérigos y sacerdotes de la calle Sette Sale como
habían pasado las cosas, recordando que, ese día, se había entretenido mucho en
la iglesia del Carmen: debía en verdad ir a visitar al Cardenal, mas, al pasar
delante de la iglesia, le vino el deseo de detenerse para rezarle un poco a la
Virgen, y había recibido de algún hábil napolitano este buen recuerdo. Solicita
y obtiene el duplicado del boleto del entonces Ministerio de las
Comunicaciones, mas se le restituye también el otro que había perdido: ante eso
se encuentra obligado a ir al Ministerio para advertir el hecho a la oficina
competente.
El jefe de empleados le dice: “¿Cómo?... Un prelado como Ud. -es sabido
que en Roma, para los empleados de los ministerios, todos los sacerdotes son
monseñores o prelados- se hace sacar el “permanente”. “¡Yo no soy un prelado!” responde pronto Don Orione. “Los prelados tienen secretarios cuando
viajan; si los hubiese tenido no me hubiesen sacado el ‘permanente’... ¡Yo soy
un pobre cura!”. El empleado se quedó impresionado por el tono de las
palabras de Don Orione y comprendió que tenía delante a un cura distinto de los
demás. Quiso continuar: la conversación se intensificó de tal manera que en un
determinado momento el jefe de oficina salió con esta frase: “¿Cómo es que Ud. con esa inteligencia se ha
hecho cura?” Y Don Orione: “Ud. por
el amor de sus hijos y de su esposa, ¿no daría la vida?”. “¡Sí!”. “Y yo doy la
mía por el amor de Dios, de los pobres, los huérfanos, los hijos de nadie, los
más abandonados...”. Y así, en tono de confidencia, pasó a contar un poco
su vida, respondiendo a las varias preguntas del señor del ministerio, que
quería saber la razón de ese “permanente” gratuito.
“A los pobres curas -comentaba en efecto- no les damos habitualmente el ‘permanente’ ferroviario y para toda
Italia.” No le faltaba nada más a Don Orione para aprovechar de inmediato
la ocasión de volver para el bien de un alma las propias palabras, que tomaron
pronto el tono discreto de una pequeña prédica...
Este
señor se quedaba allí con la boca abierta escuchando. En un determinado
momento, interrumpiendo a Don Orione, dijo:
“Nunca escuché estas cosas; estas cosas no me las ha dicho nunca nadie...”.
“¡Qué quiere, señor! Antiguamente los príncipes de un pequeño estado tenían el
predicador en casa y esta tarde a Ud. la Divina Providencia se lo ha mandado a
la oficina...”.
Don
Orione fue un predicador tan bueno que, continuando el diálogo con el señor del
ministerio, éste le dijo que se confesaría con gusto: hacía tantos años que no
lo hacía... “¡Ahora mismo!”,
respondió Don Orione. “Porque yo soy un
poco como el hebreo errante; después tal vez no me encontraría más...”. El
señor se arrodilló... Como buen jefe de oficina, llamó luego al colega secretario
y le presentó a Don Orione... Concluía Don Orione: “¿Ven como Dios permite el mal para obtener de él el bien? ¡El Señor y
la Virgen del Carmen permitieron que yo perdiera, o que me robaran el pase del
ferrocarril para darme la ocasión de salvar un alma en el Ministerio! ¡Cuando
hay espíritu de fe! ¡Qué se vaya el dinero, pero que se salven las almas!”.
(DOLM 2090 s.)
Fuente: "Florecillas de Don Orione" de Mons. Gemma fdp.
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