Página con resonancias autobiográficas y de gran valor
poético y espiritual, publicada el 3 de septiembre de 1899.
Estaba
ayer en la habitación de un buen sacerdote y mi mirada cayó sobre estas
palabras: ¡Sólo Dios!
En
ese momento tenía yo la vista cansada y dolorida, y por mi cabeza
desfilaban infinidad de días agobiantes
como el de ayer; pero, por sobre el torbellino de todas mis angustias y el
confuso resonar de mis suspiros, me parecía escuchar la voz afable y bondadosa
de mi ángel que decía: ¡Sólo Dios!, alma desolada, ¡sólo Dios!
En
una ventana había una planta florecida, luego un corredor y algunos sacerdotes
en meditación; más allá un crucifijo, un querido y venerado crucifijo que me
recordaba hermosos e inolvidables años; y mis ojos cargados de lágrimas,
descansaron a los pies del Señor. Y me parecía que mi alma se elevaba, y que
una voz de paz y consuelo salía de aquel corazón traspasado y me invitaba a
elevarme a las alturas, a ofrecer a Dios mis sufrimientos y a orar. ¡Qué dulce
y lleno de paz, ese silencio...! y en el silencio -¡sólo Dios!- repetía dentro
de mí, ¡sólo Dios!
¡Y
una atmósfera encalmada y bienhechora parecía envolverme el alma!... Y entonces
pude ver en mi pasado la razón de los sufrimientos presentes: y vi que en lugar
de buscar ¡sólo a Dios! en mi trabajo, hacía años que andaba mendigando la
alabanza de los hombres; y que buscaba y deseaba constantemente que me vieran,
me apreciaran, me aplaudieran; y llegué a esta conclusión: también en esto hay
que empezar una vida nueva: en el trabajo, buscar ¡sólo a Dios!
Trabajar
bajo la mirada de Dios, ¡sólo de Dios! Sí, en estas palabras se encierra toda
la nueva regla de vida, todo lo necesario y suficiente para la Obra de la
Divina Providencia: ¡la mirada de Dios!
Hay
que comenzar una vida nueva, y empezar desde aquí: en el trabajo, buscar ¡sólo
a Dios! ¡Trabajar bajo la mirada de Dios! ¡sólo de Dios!
La
mirada de Dios es como rocío que revitaliza, como rayo de luz que fecunda y
ensancha el horizonte: trabajemos, pues, sin ruido y sin tregua, bajo la mirada
de Dios, ¡sólo de Dios!
La
mirada del hombre es un rayo que quema y empalidece aún los colores más
resistentes: en nuestro caso sería como el viento helado que dobla, quiebra y
destruye el tierno tallo de nuestro pobre arbolito.
Todo
lo que se hace para hacer ruido y ser vistos pierde frescura a los ojos de
Dios: así como una flor, ajada al pasar por muchas manos, deja de ser
presentable.
Pobre
Obra de la Divina Providencia, sé la flor del desierto que crece, se abre y
florece porque Dios se lo ha dicho, y que no se altera por la mirada del pájaro
que pasa, o porque el soplo del viento desparrama sus hojas apenas formadas.
Por
nuestra alma y para toda la vida: ¡sólo Dios! ¡sólo Dios! La soledad sin Dios
podrá aportar descanso al espíritu pero endurece el corazón: es una planicie
florecida y olorosa, pero de sol pálido y muerto.
¡En cambio la soledad con Dios, es una cálida y dulce
atmósfera que por sí sola puede curar las angustias del corazón!
¡Sólo
Dios! ¡Qué provechoso y consolador es querer sólo a Dios como testigo! ¡Dios
solo, es la santidad en su grado más alto! Dios solo, es la seguridad mejor
fundada de entrar un día en el cielo.
¡Sólo
Dios, hijos míos, sólo Dios!
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