Para un católico ir a Roma para “ver a Pedro” en su
sucesor, el Papa, se hacía una aspiración ardiente. El clérigo Orione esperaba
solamente que circunstancias favorables le hicieran posible la traducción en
realidad de su gran deseo.
El regalo de un boleto ferroviario gratuito por parte del hermano Benedetto, empleado en
el ferrocarril -¿cuando Luis, pobre como era y pródigo en limosnas, hubiese
podido pagárselo?- y el deseo de su amigo obispo, Mons. Daffra, ordenado hacía
poco tiempo, de hacer llegar la copia de su primera Pastoral a la mano de
varias personalidades de la capital, fueron la ocasión propicia.
Con la fe y el entusiasmo de un antiguo romero, Luis
Orione el 1º de octubre de 1892 toma el tren para Roma, provisto de su
pasaporte, requerido entonces para el pasaje de una provincia a la otra, y con
cinco liras en el bolsillo que el Obispo Daffra le había dado generosamente.
Cuatro piezas de pan que le dio mamá Carolina eran todo su equipaje.
¿Quién puede imaginar con que sentimientos Luis Orione
emprendió este viaje, el primer viaje largo de su vida?
Pero cedemos le la palabra a él, para estar informados de...
primera mano.
“Entonces, Roma no estaba tan desarrollada fuera de
las murallas; y yo, acercándome a la ciudad, cuando me dí cuenta que estaba ya
en territorio pontificio y que había pasado el antiguo límite, no pudiendo
besar la tierra, era tanto mi amor y devoción al Papa, besé, llorando, el piso
del vagón de tercera clase en el que estaba. Llegué a la estación Termini a
media noche y fui de inmediato, caminando durante una buena hora, a la basílica
de San Pedro, llegué a la una de la mañana y oré ardientemente, desahogando,
algo postrado, mi afecto por el Papa. Siendo ya tarde, pensé en acostarme bajo
las columnas, feliz de descansar con la cara dirigida hacia la cúpula de San
Pedro. Pero después de un tiempo vinieron dos guardias y me dijeron:
“Reverendo, no se puede estar aquí. Vaya allá a ese hotel, donde con poco podrá
descansar...” Eran tal vez, las dos o las tres, porque parte de la noche la
había pasado bajo el pórtico... Si yo hubiese dicho que no tenía dinero, hubiesen
sido capaces de inducirme a seguirlos; mas, como, al acercarse, sentí
pronunciar “alla Lungara”... y alguna otra frase, respondí inmediatamente que
estaba listo para ir al hotel.
De hecho fui al hotel cerca de allí, al camarero que
me preguntó la hora de levantarme, le dije que me despertara a las cuatro, cuatro
y media: estaba en peregrinaje... A las cuatro me desperté y pregunté cuanto
debía por el alojamiento: quisieron tres liras; me quedaron sólo dos. Fui de
inmediato a San Pedro, donde hice mis prácticas de piedad y, cuando abrieron me
confesé y comulgué. Luego visité los lugares santos. Fui a las catacumbas de
San Calixto, de Santa Cecilia, de los santos Nereo y Achilleo.
Fui a ver al Cardenal, no recuerdo el nombre, y llevé
a cabo las comisiones de Mons. Daffra: una copia de la Pastoral era para el
Papa, la otra para el Cardenal secretario, y la tercera para otro Monseñor...
Era mediodía y fui a lo del Maestro de Camara y le imploré que me hiciera ver
al Santo Padre, aunque sea de lejos. Pero Mons. Cagiano, Mons Della Volpe y los
otros monseñores me consideraban... un truhán. Querían, ¡figúrense!, que les
diera el nombre del lugar en donde me alojaba; y así es como no pude ver al
Papa. No me fue posible ver al Papa, aunque rogara llorando que me lo dejaran
ver aunque sea de lejos, mientras paseaba por los jardines. El Señor quiso de
mí este sacrificio, que me costó mucho... Era mi mayor deseo poder ver al
Vicario de Jesucristo...
Por la tarde llegué por casualidad a San Pietro in Vincoli y pude reunirme
con un grupo de peregrinos y ver las cadenas de San Pedro. Cuando salí,
encontré a un grupo de niños que me pidieron una “estampita”. Lloré al verlos
tan abandonados y les hablé, y, ya que
tenía ya el oratorio San Luigi en
Tortona, les dije que me ocuparía de su
bien, que vendría luego también a Roma
para instalar el oratorio, que abriría para ellos una casa... Y todos estábamos
fuera de nosotros...Compré caramelos, medallas
e imágenes y se las di, tocando fondo en la caja. Los invité luego a ir
a orar conmigo y volví otra vez, junto a ellos, a rezar delante de las santas
cadenas, que se me abrieron a pesar de que no tenía dinero para dar. Antes de
dejarlos, escribí los nombres de esos niños en un boletín.
Me habían quedado pocas monedas de cinco centésimos,
mas la Providencia me ayudó... A la noche, sin dinero, me sentí abandonado.
Quise buscarme un lugar apto para dormir; lugar desde el cual pudiese ver la
cúpula de San Pedro. Me encaminé, así, para dormir cerca de Prati di Castello,
un poco más acá de donde ahora se encuentra Via Germanico. Me recosté dentro de
la cuenca de un canal, en un foso un poco alto, de modo de ver la cúpula de San
Pedro; comí un poco de mi pan traído de Tortona -comía un “cagnolino” (trozo) o
dos por día- y lo que quedó me hizo las veces de almohada; apoyé la cabeza allí
y sentí deseos de llorar...
Pero entonces el Señor y la Virgen vieron... Y
mandaron a pasar por allí a un joven, que me pareció uno de los que había visto
en la plaza de San Pietro in Vincoli
y con los que había rezado, prometiéndoles que abriría también en Roma un
Oratorio festivo. Pero este muchacho, aún pareciéndose mucho a uno de los que
había visto en la plaza San Pietro in
Vincoli, era mucho más hermoso.
Sería media noche; yo estaba durmiendo dentro de esa
fosa; y el muchacho me dijo: “¡Venga, venga! No esté allí; lo llevaré a
descansar a mi casa, en Via della Missione”. El tenía, tal vez, doce años y
tenía pecas y el rostro rojizo. A medida que lo seguía, me parecía cada vez más
hermoso y, en menos de lo pensado me encontré delante de la pequeña casa en via
della Missione. Al golpear a la puerta una viejecita linda y limpia vino a
abrir y me recibió. Parecía que estaba esperando a alguna persona... ¡Se sentía
un olor a ropa limpia...!
En Roma permanecí alrededor de una semana. Un día
pasando por Campo dei Fiori, me tiraron encima tomates y papas podridas.
Visitaba los lugares santos y las cosas más hermosas. Todas las mañanas al
salir observaba siempre el escrito: Via della Missione. Fui luego a Roma muchas
veces después de 1892, pero por más que busqué, en via della Missione no
encontré indicios ni de la casa, ni de la viejecita...”
Fuente: "Florecillas de Don Orione" de Mons. Gemma
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