Los frailes franciscanos
le han despedido. Por su parte siente que ha hecho todo lo posible. No le queda
más, por tanto, que esperar a que la providencia abra otra puerta. ¿Dónde
llamar para pedir ayuda sino a la casa parroquial de Molino de Torti? La
respuesta no se hace esperar: “Sin perder tiempo,-recuerda el P. Milanese-,
empecé a hacer gestiones para que lo aceptaran en el colegio salesiano de
Turín, donde fue admitido en octubre de ese mismo año”.
Luis es feliz no
sólo porque se ha abierto un nuevo camino, sino también porque el canónigo
Cattaneo le ha hablado muchas veces de Don Bosco y de su obra.
Sin embargo, en el
momento de formular la inscripción, la pobre familia se encuentra ante un
obstáculo insuperable. Haciendo y rehaciendo bien las cuentas con sus debidos
ajustes no están en condiciones de pagar la pensión de ciento cincuenta liras
más los gastos añadidos. Por lo demás, esos gastos añadidos en el periodo de
Turín serán las reparaciones de calzado. Signo evidente de las carreras y los
juegos animados que se hacían en el Oratorio. El problema fue resuelto gracias
a la rápida y generosa intervención de la familia Marchese y de otras personas
buenas.
La fecha de
ingreso en Valdocco se fija para el 4 de octubre. Luis comprende inmediatamente
el nexo providencial: “Creo que el hecho
de haber sido aceptado por Don Bosco el día de San Francisco fue una gracia que
me hizo San Francisco mismo, al que después me he mantenido siempre muy vinculado”
(DO. I, 241).
Llega, pues, a
Turín, trastornado del viaje, pero electrizado pensando en el inminente
encuentro con Don Bosco. Sin embargo Don Bosco está en San Benigno en un curso
de ejercicios espirituales. Dicen que volverá pronto, pero no es nada seguro.
A la espera de ver
al santo, Luis observa atentamente la vida que se despliega en el Oratorio y se
integra progresivamente. El ambiente responde plenamente a sus aspiraciones: un
ejército de jóvenes que rezan, estudian, trabajan en un ambiente de plena
alegría. Todo trasmite entusiasmo, vida. ¡No hay en absoluto tiempo para ceder
al desconsuelo, a la tristeza o a la melancolía! En una fría mañana de los
primeros días de noviembre, corre veloz la voz de la llegada inminente de Don
Bosco. Hay todo un fermento de preparativos y de espera que se resuelve en una
explosión de júbilo cuando el santo pone los pies en el Oratorio. Recuerda: “Cuando Don Bosco volvió al Oratorio,
parecía que un temblor recorriese por la vida de aquellos mil doscientos
jóvenes, tantos estábamos entonces en el Oratorio de Don Bosco” (DO. I,
248).
Luis es consciente
de las lagunas escolares que lleva consigo. Para colmarlas aumenta el empeño en
el estudio y, bajo la guía de los superiores, logra recuperar perfectamente el
nivel y es admitido en el primer curso del instituto.
No ha dejado el
pueblo para estudiar sino para llegar a ser sacerdote. Su primera preocupación
es, pues, seguir la llamada de Dios procurando ser cada vez más bueno. En el oratorio
están todas las condiciones para animar, favorecer y mantener este propósito.
Luis quiere
practicar la virtud, volverse instrumento de bien en manos de los superiores.
Por ello se propone abrazar cualquier iniciativa que le sea permitida,
especialmente de piedad y de caridad bajo el ejemplo y las directrices de Don
Bosco y de sus colaboradores.
Han pasado sólo
tres meses desde que dejó el pueblo para venir a Turín pero es mucho el camino
recorrido en relación al crecimiento humano y espiritual. Con Don Bosco aprende
a apreciar la cultura, la ciencia, la devoción a la Virgen, el amor y la
fidelidad a la Iglesia
y al Papa, a no perder el tiempo, a ser siempre dinámico y alegre.
Una lección muy
particular le viene del maestro. Ya, sin temor, se confiesa en la sacristía
misma a la vista de todos. La confesión frecuente y el acompañamiento de un
buen guía espiritual, son medios ordinarios y necesarios para ser fieles a la
vocación y continuar con perseverancia por el camino del bien. No pudiendo
tener como confesor y guía a Don Bosco, privilegio de unos pocos, escoge a Don Rua,
brazo derecho del santo.
Así, pues, Luis
inicia un intenso trabajo espiritual. Cada semana se presenta a Don Rua para la
confesión. Abre su corazón, expresa el deseo de llegar a ser sacerdote, cuenta
el intento fallido con los frailes de Voguera y, acaso, el misterioso sueño de
los clérigos de túnica blanca. Una cosa es cierta: el confesor se da cuenta de
tener entre manos un penitente no común. La prudencia necesaria, la experiencia
pastoral entre jóvenes no le impiden sugerir al muchacho, sólo después de dos
meses de la entrada en el Oratorio, hacer el voto de castidad: “Era la fiesta de la Inmaculada, cuenta.
Por la mañana, de rodillas, ya vestido
con el hábito del Pequeño Clero, hacía mi voto de perpetua castidad, delante del
cuadro de María Santísima Auxiliadora” (DO. I,253). Es éste un punto
importante de su vida, tan importante que le hizo decir “Mi vocación ha nacido a los pies de la Virgen de Don Bosco”.
Las condiciones
del maestro empeoran. Baja cada vez menos para estar entre los jóvenes. Es
motivo de inmensa alegría la tarde del último día del año 1886, verlo apoyado
sobre la balaustrada que da al patio, saludando y dando la bendición a todos.
A pesar de la
maltrecha salud, reemprende las conferencias semanales y la confesión a los
alumnos de los cursos superiores. Quiere gastar la vida hasta el último minuto
para el bien y la felicidad de sus chicos. Los ilumina en la búsqueda del
proyecto de Dios, y al mismo tiempo, los ayuda y los sostiene para que
respondan con generosa fidelidad.
Luis mira con
santa envidia a los compañeros mayores. Desearía escuchar y confesarse con un
hombre que, como todos dicen, lee las conciencias y conoce los pecados de
todos. Venciendo cualquier temor se dirige a Don Berto, secretario de plena
confianza de Don Bosco. Don Berto conoce bien y estima a Orione. Le parece, por
lo demás, encontrar en él todas las cualidades que puedan merecerle ese
privilegio: ha cumplido 14 años, es trabajador y va bien en las clases, quiere
ser sacerdote y es un apóstol entre los compañeros.
De este modo,
hacia el final del año 1886, Luis inicia la asistencia a las conferencias y a
confesarse con Don Bosco: “Don Bosco
condujo mi incauto pie por los senderos del saber y de la virtud; muchas veces
me apretó a su pecho cuando me confesaba con él. Mis lágrimas mojaron sus
mejillas, me sentía muy emocionado. ¡Oh, si sentí un no sé qué celestial,
incluso en este valle de lágrimas, todo se lo debo a Don Bosco!“ (Scr. 71,
193).
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