Mientras viajaba en el Vapor “Re
Vittorio” (24 de Junio de 1922), Don Orione contaba la historia de San Pacomio,
un soldado romano que se convirtió por el testimonio de la caridad cristiana.
Además, la unidad en la variedad
y multiplicidad constituye y mantiene la paz entre los hombres. En los Hechos
de los Apóstoles se celebra ese solo corazón y esa sola alma en la multitud y
variedad de fieles. Este es el hecho que, en los primeros días de nuestra Santa
Iglesia, edificaba más a los gentiles, que decían: –Mirad cómo se aman los
cristianos. Estarían prontos a morir uno por otro. Así lo refiere el antiguo
escritor Tertuliano, en el Apologético.
En una ardiente jornada del
siglo IV de la era cristiana, un soldado romano entraba con su legión en Tebas,
Egipto. Era de familia pagana y se llamaba Pacomio. Sus compañeros, extenuados,
por la fatiga y el hambre, empezaron a sucumbir, cuando de las casas y locales
cercanos salieron hombres, mujeres y niños que, llevados por la compasión, los
socorrieron, quien curando heridas, quien dándoles alimentos y bebidas para
reanimarlos, con delicadeza y paciente solicitud. Pacomio preguntó quiénes eran
esos desconocidos benefactores y le respondieron que eran cristianos. Por la
noche, Pacomio no durmió; meditó y lloró. Sintió que entraba en una grande y
divina luz, en una grande y divina oleada y vida de dulcísima y soberana
caridad.
Pacomio sintió que sólo Dios,
“que lo llena todo”, es consuelo para el alma y verdadera alegría y felicidad
para el corazón. Se sintió fascinado por Dios y sin embargo libre en Dios con
la más alta libertad de los hijos de Dios, y que Cristo-Dios había nacido en
él, estaba vivo en él, ardía en su pecho. Cristo había sido edificado en él por
la caridad de aquellos cristianos, de aquellos hermanos concordes en la caridad
del Señor. Cristo surgía de la caridad y era caridad. Comprendió que de la
humanidad de lo verdadero y de la verdadera Fe nacía esa unión cristiana de los
espíritus, y de ésta el deseo vivo de hacer el bien a los demás. Su espíritu
sintió cuán verdadero era lo que varios siglos después escribiera el santo
autor de la Imitación de Cristo, como humilde hijo de San Benito: “Nada hay elevado,
ni grande, ni grato, ni acepto, sino Dios y lo que es de Dios” y “una chispa de
caridad verdadera vale mucho más que todas las cosas terrenas, llenas de
vanidad” (Imit. de Cristo, Lib. I).
Pacomio no durmió esa noche;
Jesús estaba en su pecho, lo había sacado de un abismo de tinieblas a una luz,
a una vida nueva y divina; Jesús lo llamaba a Sí con la dulcísima y celestial
fuerza de la caridad. No pudiendo resistir más y queriendo libremente seguir a
Cristo, salió de su tienda y agitando la espada hacia el cielo exclamó: ¡Oh
Dios de los cristianos, que enseñas a los hombres a amarse tanto unos a otros,
también yo quiero ser uno de tus adoradores! Poco tiempo después aquel soldado
recibía el bautismo, se convertía en un santo y se unía al gran San Antonio
abad para conducir a las soledades de Egipto esas legiones de solitarios que
cultivaron por mucho tiempo las tierras, la industria y las letras y, sobre
todo, la santidad en la fraterna y dulce caridad. Su alma guerrera, que nunca
había sido domada por las armas, fue vencida por la caridad. ¡Qué bella es esa
virtud! El mismo Paraíso no sería Paraíso sin caridad, porque un Paraíso sin
caridad sería un Paraíso sin Dios.
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