martes, 19 de marzo de 2013

“¿Sería San José en persona?”



 En una ocasión de gran necesidad, la Congregación fue ayuda por un “misterioso hombre”, quien Don Orione interpreto que era el mismo San José.

Por ello, como signo de agradecimiento, en muchas casas de la Congregación, la imagen de San José tiene un pan en el cuello.



Don Orione estaba siempre escaso de dinero y con frecuencia eso le creaba no pocas angustias, especialmente en los primeros tiempos de su apostolado, cuando tenía tantos niños a los cuales quitar el hambre... Pero la Providencia intervenía.

Aquí está la narración de una de estas intervenciones, recogida de los labios mismos de Don Orione.

“Estábamos entonces (marzo de 1900) en el antiguo Convictorio paterno, en el Santa Chiara, y eran años de gran trabajo y también nuestros jóvenes estudiaban bien y rezaban bien (...). En momentos en los cuales no teníamos pan, no teníamos nada, fue San José el que vino a nuestro encuentro.  Pero sólo este año parecía que el querido San José no quería venir a ayudarnos.

Llegó el mes de marzo, y estábamos muy necesitados de dinero: eran momentos muy penosos, y nos encomendábamos mucho a San José, que es invocado como administrador, mejor como proveedor de las casas religiosas, así como fue proveedor de la sagrada Familia. Y verdaderamente, también con nosotros, demostró siempre ser un buen proveedor... Venía a animarnos en esta devoción un santo y culto canónico, Mons. Novelli: nos confortaba, entonces, a esperar bien, a confiar en la ayuda de San José, en aquellos difíciles momentos, y a orar. El portero, entonces, era nuestro Zanocchi, luego superior de nuestras casas de América: entonces él no era ni siquiera clérigo, porque había llegado hacía pocos meses; para probar la virtud de este joven, para experimentarlo, lo puse a hacer de portero.



Estábamos, entonces, en el mes de San José. Y en lugar de venir las ayudas, venían los acreedores para hacerse pagar. Yo no me podía librar de ellos, mientras Mons. Novelli me decía siempre que confié.

Un día estábamos precisamente sin nada. Era la novena del santo: ¡más aún la antevíspera de la fiesta! Pero San José parecía que no nos quería ayudar. Pero he alli, se presenta en nuestra puerta un señor: yo estaba arriba  y este señor pregunta: “¿Dónde está el Superior?” Y el portero sube a la carrera y me dice: “Hay un señor que desea hablarle”. “¿Pero quién es? ¿Es un acreedor?” “No lo conozco”. “¿No es el carnicero? ¿el lechero?”. “No lo sé”. “¿No dijo si es el del arroz o el de la sal?” “No lo sé”. “¿Es el muchacho de la Señora Chiesa?”. Se trataba de dar, me parece, a esa proveedora algunos miles de liras. “¿No lo has visto nunca?”. “No lo he visto nunca”. “¡Está atento de que no sea un acreedor!”... Éramos entonces unos doscientos.

Parecía una fatalidad: un acreedor detrás del otro; salía uno, entraba el otro. No creía que ese hombre no era también un acreedor: pero no se podía reparar, había que ir. De hecho bajé. Las puertas del colegio de entonces estaban precisamente en ángulo recto con la puerta de nuestra casa aquí, de la casa madre. Recuerdo con precisión esto: bajo las escaleras apurado y me encuentro delante de un señor modestamente vestido y con una barbita rubia. Ese señor me dice: “¿Ud. es el Superior? ¡Aquí hay una suma!”, y sacó un grueso sobre.

Esto lo recuerdo como si hubiese sucedido esta mañana. Entonces, como se hace habitualmente, le pregunté si debíamos celebrar algunas misas: “¿Hay obligaciones? ¿Hay alguna beneficencia que hacer?”. “¡No, no!”, respondió. “No hay nada. Sólo seguir rezando!”. Yo no lo había visto nunca. Me miró un instante y, saludándome con una reverencia, partió rápidamente. Hubiese deseado detenerlo pero, no sé cómo, no tuve coraje de hacerlo: esa presencia y esas palabras me habían como encantado... Y, mientras salía, los que estaban presentes dijeron que el rostro de ese señor tenía un no sé que de celestial... Y entonces nos lanzamos de inmediato sobre sus pasos para ver donde iba.



Ese señor hizo algunos pasos; salió por la puerta, descendió el escalón, pero luego no se lo vio más, ni a la izquierda ni a la derecha, ni bajo los pórticos ni en la iglesia; en el patio estaban solo los jóvenes. Se mandó de inmediato a dos de ellos para buscarlo, pero fue inútil. Nosotros nos retiramos todavía más confundidos: tenía un aspecto no de hombre; había salido apenas y ya había desaparecido. Vino luego Mons. Novelli y se le narró lo que había sucedido. El dijo: “¡Es San José, es verdaderamente San José, que ha querido confortarlos!”. Nosotros, de verdad, creímos siempre que era San José. Pero a Mons. Novelli le expresé una duda: “Era demasiado joven, se presentaba demasiado joven con una barba un poco rojiza”.

Él me respondió: “Pero San José no debía ser viejo, no era viejo. La iconografía lo presentó delante de las generaciones cristianas así, hizo de él un viejo, para hacer comprender más, para hacer sentir más la verdad que él no era el padre verdadero de Jesucristo, ¡sino sólo el padre putativo!”.

Ustedes, sin ánimo de ofenderlos, estarán ansiosos de saber cuánto dinero había en ese sobre: les bastará saber que había tanto como para pagar a los acreedores más urgentes y más grandes... Nosotros le estuvimos siempre agradecidos a San José.

Que este hecho sea transmitido siempre en reconocimiento a San José por esa providencia extraordinaria. Y he creído bien hablarles de ello, para que también ustedes, después de este hermoso período de años pasados, quieran aún agradecerle conmigo...”





Fuente: Florecillas de Don Orione de Mons. Gemma.

martes, 12 de marzo de 2013

Homilía del Santo Padre durante la Misa de la beatificación de Don Orione


Don Luis Orione se nos presenta como una maravillosa y genial expresión de la caridad cristiana.

 Es imposible sintetizar en pocas frases la vida azarosa y a veces dramática de aquel que se definió, humilde pero sabiamente, "el changarín de Dios". Pero podemos decir que fue ciertamente una de las personalidades más eminentes de este siglo por su fe cristiana, profesada abiertamente, y por su caridad vivida heroicamente. Fue sacerdote de Cristo total y gozosamente, recorriendo Italia y América Latina, consagrando la propia vida a los que sufren más, a causa de la desgracia, de la miseria, de la perversidad humana. Baste recordar su activa presencia entre los damnificados por el terremoto de Messina y La Mársica. Pobre entre los pobres, impulsado por el amor de Cristo y de los hermanos más necesitados, fundó la Pequeña Obra de la Divina Providencia, las Pequeñas Hermanas Misioneras de la Caridad y, luego, las Sacramentinas ciegas y los Eremitas de San Alberto.
Abrió también otras casas en Polonia (1923), en los Estados Unidos (1934) y en Inglaterra (1936), con verdadero espíritu ecuménico. Después quiso concretar visiblemente su amor a María, erigiendo en Tortona el grandioso santuario de la Virgen de la Guardia. Me resulta conmovedor pensar que Don Orione tuvo siempre una predilección particular por Polonia y sufrió inmensamente cuando mi querida patria, en septiembre de 1939, fue invadida y destrozada. Sé que la bandera polaca blanca y roja, que en aquellos trágicos días llevó triunfalmente en procesión al santuario de la Virgen, está colgada todavía en la pared de su pobrísima habitación de Tortona: ¡Allí la quiso él mismo! Y en el último saludo que pronunció la tarde del 8 de marzo de 1940, antes de trasladarse a San Remo, donde moriría, dice también: "Amo tanto a los polacos. Los he amado desde chico; los he amado siempre... Amen siempre a estos hermanos nuestros". El secreto y la genialidad de Don Orione brotan de su vida, tan intensa y dinámica: ¡Se dejó conducir sólo y siempre por la lógica precisa del amor! Amor intenso y total a Dios, a Cristo a María, a la Iglesia, al Papa, y amor igualmente absoluto al hombre, a todo el hombre, alma y cuerpo, y a todos los hombres, humildes y sabios, santos y pecadores, con particular bondad y ternura para con los que sufrían, los marginados, los desesperados. 


Así enunciaba su programa de acción: "Nuestra política es la caridad grande y divina que hace el bien a todos. Que sea nuestra política la del "Padrenuestro". Nosotros sólo miramos a salvar almas. ¡Almas y almas! Esta es toda nuestra vida; éste es nuestro grito y nuestro programa: ¡toda nuestra alma y todo nuestro corazón!" Y exclamaba así con acentos líricos: ¡Cristo lleva en su corazón a la Iglesia y en su mano las lágrimas y la sangre de los pobres: la causa de los afligidos, de los oprimidos, de las viudas, de los huérfanos, de los humildes, de los rechazados: detrás de Cristo se abren nuevos cielos: es como la aurora del triunfo de Dios! ".
Tuvo el temple y el corazón del apóstol Pablo, tierno y sensible hasta las lágrimas, infatigable y animoso hasta la intrepidez, tenaz y dinámico hasta el heroísmo, afrontando peligros de todo género, tratando a las altas personalidades de la política y de la cultura, iluminando a hombres sin fe, convirtiendo a pecadores, siempre recogido en continua y confiada oración, acompañada a veces de terribles penitencias. Un año antes de la muerte, había sintetizado así el programa esencial de su vida: "Sufrir, callar, orar, amar, crucificarse y adorar". Dios es admirable en sus Santos y Don Orione es para todos ejemplo luminoso y consuelo en la fe.

Mantengan el espíritu del fundador
"El espíritu del Beato Don Orione invada sus almas, las sacuda, las haga vibrar con santos proyectos, las lance hacia los sublimes ideales que él mismo vivió con heroica constancia".




Plaza de San Pedro, Vaticano, 26 de octubre de 1980 - Juan Pablo II