martes, 31 de enero de 2017

Luis Orione, alumno de Don Bosco


            Los frailes franciscanos le han despedido. Por su parte siente que ha hecho todo lo posible. No le queda más, por tanto, que esperar a que la providencia abra otra puerta. ¿Dónde llamar para pedir ayuda sino a la casa parroquial de Molino de Torti? La respuesta no se hace esperar: “Sin perder tiempo,-recuerda el P. Milanese-, empecé a hacer gestiones para que lo aceptaran en el colegio salesiano de Turín, donde fue admitido en octubre de ese mismo año”.


            Luis es feliz no sólo porque se ha abierto un nuevo camino, sino también porque el canónigo Cattaneo le ha hablado muchas veces de Don Bosco y de su obra.
            Sin embargo, en el momento de formular la inscripción, la pobre familia se encuentra ante un obstáculo insuperable. Haciendo y rehaciendo bien las cuentas con sus debidos ajustes no están en condiciones de pagar la pensión de ciento cincuenta liras más los gastos añadidos. Por lo demás, esos gastos añadidos en el periodo de Turín serán las reparaciones de calzado. Signo evidente de las carreras y los juegos animados que se hacían en el Oratorio. El problema fue resuelto gracias a la rápida y generosa intervención de la familia Marchese y de otras personas buenas.
            La fecha de ingreso en Valdocco se fija para el 4 de octubre. Luis comprende inmediatamente el nexo providencial: “Creo que el hecho de haber sido aceptado por Don Bosco el día de San Francisco fue una gracia que me hizo San Francisco mismo, al que después me he mantenido siempre muy vinculado” (DO. I, 241).
            Llega, pues, a Turín, trastornado del viaje, pero electrizado pensando en el inminente encuentro con Don Bosco. Sin embargo Don Bosco está en San Benigno en un curso de ejercicios espirituales. Dicen que volverá pronto, pero no es nada seguro.
            A la espera de ver al santo, Luis observa atentamente la vida que se despliega en el Oratorio y se integra progresivamente. El ambiente responde plenamente a sus aspiraciones: un ejército de jóvenes que rezan, estudian, trabajan en un ambiente de plena alegría. Todo trasmite entusiasmo, vida. ¡No hay en absoluto tiempo para ceder al desconsuelo, a la tristeza o a la melancolía! En una fría mañana de los primeros días de noviembre, corre veloz la voz de la llegada inminente de Don Bosco. Hay todo un fermento de preparativos y de espera que se resuelve en una explosión de júbilo cuando el santo pone los pies en el Oratorio. Recuerda: “Cuando Don Bosco volvió al Oratorio, parecía que un temblor recorriese por la vida de aquellos mil doscientos jóvenes, tantos estábamos entonces en el Oratorio de Don Bosco” (DO. I, 248).


             Luis es consciente de las lagunas escolares que lleva consigo. Para colmarlas aumenta el empeño en el estudio y, bajo la guía de los superiores, logra recuperar perfectamente el nivel y es admitido en el primer curso del instituto.
            No ha dejado el pueblo para estudiar sino para llegar a ser sacerdote. Su primera preocupación es, pues, seguir la llamada de Dios procurando ser cada vez más bueno. En el oratorio están todas las condiciones para animar, favorecer y mantener este propósito.
            Luis quiere practicar la virtud, volverse instrumento de bien en manos de los superiores. Por ello se propone abrazar cualquier iniciativa que le sea permitida, especialmente de piedad y de caridad bajo el ejemplo y las directrices de Don Bosco y de sus colaboradores.
            Han pasado sólo tres meses desde que dejó el pueblo para venir a Turín pero es mucho el camino recorrido en relación al crecimiento humano y espiritual. Con Don Bosco aprende a apreciar la cultura, la ciencia, la devoción a la Virgen, el amor y la fidelidad a la Iglesia y al Papa, a no perder el tiempo, a ser siempre dinámico y alegre.


            Una lección muy particular le viene del maestro. Ya, sin temor, se confiesa en la sacristía misma a la vista de todos. La confesión frecuente y el acompañamiento de un buen guía espiritual, son medios ordinarios y necesarios para ser fieles a la vocación y continuar con perseverancia por el camino del bien. No pudiendo tener como confesor y guía a Don Bosco, privilegio de unos pocos, escoge a Don Rua, brazo derecho del santo.
            Así, pues, Luis inicia un intenso trabajo espiritual. Cada semana se presenta a Don Rua para la confesión. Abre su corazón, expresa el deseo de llegar a ser sacerdote, cuenta el intento fallido con los frailes de Voguera y, acaso, el misterioso sueño de los clérigos de túnica blanca. Una cosa es cierta: el confesor se da cuenta de tener entre manos un penitente no común. La prudencia necesaria, la experiencia pastoral entre jóvenes no le impiden sugerir al muchacho, sólo después de dos meses de la entrada en el Oratorio, hacer el voto de castidad: “Era la fiesta de la Inmaculada, cuenta. Por la mañana, de rodillas, ya vestido con el hábito del Pequeño Clero, hacía mi voto de perpetua castidad, delante del cuadro de María Santísima Auxiliadora” (DO. I,253). Es éste un punto importante de su vida, tan importante que le hizo decir “Mi vocación ha nacido a los pies de la Virgen de Don Bosco”.


            Las condiciones del maestro empeoran. Baja cada vez menos para estar entre los jóvenes. Es motivo de inmensa alegría la tarde del último día del año 1886, verlo apoyado sobre la balaustrada que da al patio, saludando y dando la bendición a todos.
            A pesar de la maltrecha salud, reemprende las conferencias semanales y la confesión a los alumnos de los cursos superiores. Quiere gastar la vida hasta el último minuto para el bien y la felicidad de sus chicos. Los ilumina en la búsqueda del proyecto de Dios, y al mismo tiempo, los ayuda y los sostiene para que respondan con generosa fidelidad.
            Luis mira con santa envidia a los compañeros mayores. Desearía escuchar y confesarse con un hombre que, como todos dicen, lee las conciencias y conoce los pecados de todos. Venciendo cualquier temor se dirige a Don Berto, secretario de plena confianza de Don Bosco. Don Berto conoce bien y estima a Orione. Le parece, por lo demás, encontrar en él todas las cualidades que puedan merecerle ese privilegio: ha cumplido 14 años, es trabajador y va bien en las clases, quiere ser sacerdote y es un apóstol entre los compañeros.


            De este modo, hacia el final del año 1886, Luis inicia la asistencia a las conferencias y a confesarse con Don Bosco: “Don Bosco condujo mi incauto pie por los senderos del saber y de la virtud; muchas veces me apretó a su pecho cuando me confesaba con él. Mis lágrimas mojaron sus mejillas, me sentía muy emocionado. ¡Oh, si sentí un no sé qué celestial, incluso en este valle de lágrimas, todo se lo debo a Don Bosco!“ (Scr. 71, 193).


Fuente: "Dar la vida cantando al amor" del P. Angelo Campagna.

lunes, 30 de enero de 2017

Don Orione, alumno de Don Bosco



            Los frailes franciscanos le han despedido. Por su parte siente que ha hecho todo lo posible. No le queda más, por tanto, que esperar a que la providencia abra otra puerta. ¿Dónde llamar para pedir ayuda sino a la casa parroquial de Molino de Torti? La respuesta no se hace esperar: “Sin perder tiempo,-recuerda el P. Milanese-, empecé a hacer gestiones para que lo aceptaran en el colegio salesiano de Turín, donde fue admitido en octubre de ese mismo año”.


            Luis es feliz no sólo porque se ha abierto un nuevo camino, sino también porque el canónigo Cattaneo le ha hablado muchas veces de Don Bosco y de su obra.
            Sin embargo, en el momento de formular la inscripción, la pobre familia se encuentra ante un obstáculo insuperable. Haciendo y rehaciendo bien las cuentas con sus debidos ajustes no están en condiciones de pagar la pensión de ciento cincuenta liras más los gastos añadidos. Por lo demás, esos gastos añadidos en el periodo de Turín serán las reparaciones de calzado. Signo evidente de las carreras y los juegos animados que se hacían en el Oratorio. El problema fue resuelto gracias a la rápida y generosa intervención de la familia Marchese y de otras personas buenas.
            La fecha de ingreso en Valdocco se fija para el 4 de octubre. Luis comprende inmediatamente el nexo providencial: “Creo que el hecho de haber sido aceptado por Don Bosco el día de San Francisco fue una gracia que me hizo San Francisco mismo, al que después me he mantenido siempre muy vinculado” (DO. I, 241).
            Llega, pues, a Turín, trastornado del viaje, pero electrizado pensando en el inminente encuentro con Don Bosco. Sin embargo Don Bosco está en San Benigno en un curso de ejercicios espirituales. Dicen que volverá pronto, pero no es nada seguro.
            A la espera de ver al santo, Luis observa atentamente la vida que se despliega en el Oratorio y se integra progresivamente. El ambiente responde plenamente a sus aspiraciones: un ejército de jóvenes que rezan, estudian, trabajan en un ambiente de plena alegría. Todo trasmite entusiasmo, vida. ¡No hay en absoluto tiempo para ceder al desconsuelo, a la tristeza o a la melancolía! En una fría mañana de los primeros días de noviembre, corre veloz la voz de la llegada inminente de Don Bosco. Hay todo un fermento de preparativos y de espera que se resuelve en una explosión de júbilo cuando el santo pone los pies en el Oratorio. Recuerda: “Cuando Don Bosco volvió al Oratorio, parecía que un temblor recorriese por la vida de aquellos mil doscientos jóvenes, tantos estábamos entonces en el Oratorio de Don Bosco” (DO. I, 248).


             Luis es consciente de las lagunas escolares que lleva consigo. Para colmarlas aumenta el empeño en el estudio y, bajo la guía de los superiores, logra recuperar perfectamente el nivel y es admitido en el primer curso del instituto.
            No ha dejado el pueblo para estudiar sino para llegar a ser sacerdote. Su primera preocupación es, pues, seguir la llamada de Dios procurando ser cada vez más bueno. En el oratorio están todas las condiciones para animar, favorecer y mantener este propósito.
            Luis quiere practicar la virtud, volverse instrumento de bien en manos de los superiores. Por ello se propone abrazar cualquier iniciativa que le sea permitida, especialmente de piedad y de caridad bajo el ejemplo y las directrices de Don Bosco y de sus colaboradores.
            Han pasado sólo tres meses desde que dejó el pueblo para venir a Turín pero es mucho el camino recorrido en relación al crecimiento humano y espiritual. Con Don Bosco aprende a apreciar la cultura, la ciencia, la devoción a la Virgen, el amor y la fidelidad a la Iglesia y al Papa, a no perder el tiempo, a ser siempre dinámico y alegre.


            Una lección muy particular le viene del maestro. Ya, sin temor, se confiesa en la sacristía misma a la vista de todos. La confesión frecuente y el acompañamiento de un buen guía espiritual, son medios ordinarios y necesarios para ser fieles a la vocación y continuar con perseverancia por el camino del bien. No pudiendo tener como confesor y guía a Don Bosco, privilegio de unos pocos, escoge a Don Rua, brazo derecho del santo.
            Así, pues, Luis inicia un intenso trabajo espiritual. Cada semana se presenta a Don Rua para la confesión. Abre su corazón, expresa el deseo de llegar a ser sacerdote, cuenta el intento fallido con los frailes de Voguera y, acaso, el misterioso sueño de los clérigos de túnica blanca. Una cosa es cierta: el confesor se da cuenta de tener entre manos un penitente no común. La prudencia necesaria, la experiencia pastoral entre jóvenes no le impiden sugerir al muchacho, sólo después de dos meses de la entrada en el Oratorio, hacer el voto de castidad: “Era la fiesta de la Inmaculada, cuenta. Por la mañana, de rodillas, ya vestido con el hábito del Pequeño Clero, hacía mi voto de perpetua castidad, delante del cuadro de María Santísima Auxiliadora” (DO. I,253). Es éste un punto importante de su vida, tan importante que le hizo decir “Mi vocación ha nacido a los pies de la Virgen de Don Bosco”.


            Las condiciones del maestro empeoran. Baja cada vez menos para estar entre los jóvenes. Es motivo de inmensa alegría la tarde del último día del año 1886, verlo apoyado sobre la balaustrada que da al patio, saludando y dando la bendición a todos.
            A pesar de la maltrecha salud, reemprende las conferencias semanales y la confesión a los alumnos de los cursos superiores. Quiere gastar la vida hasta el último minuto para el bien y la felicidad de sus chicos. Los ilumina en la búsqueda del proyecto de Dios, y al mismo tiempo, los ayuda y los sostiene para que respondan con generosa fidelidad.
            Luis mira con santa envidia a los compañeros mayores. Desearía escuchar y confesarse con un hombre que, como todos dicen, lee las conciencias y conoce los pecados de todos. Venciendo cualquier temor se dirige a Don Berto, secretario de plena confianza de Don Bosco. Don Berto conoce bien y estima a Orione. Le parece, por lo demás, encontrar en él todas las cualidades que puedan merecerle ese privilegio: ha cumplido 14 años, es trabajador y va bien en las clases, quiere ser sacerdote y es un apóstol entre los compañeros.


            De este modo, hacia el final del año 1886, Luis inicia la asistencia a las conferencias y a confesarse con Don Bosco: “Don Bosco condujo mi incauto pie por los senderos del saber y de la virtud; muchas veces me apretó a su pecho cuando me confesaba con él. Mis lágrimas mojaron sus mejillas, me sentía muy emocionado. ¡Oh, si sentí un no sé qué celestial, incluso en este valle de lágrimas, todo se lo debo a Don Bosco!“ (Scr. 71, 193).


Fuente: "Dar la vida cantando al amor" del P. Angelo Campagna.