sábado, 23 de diciembre de 2017

Quien Pasa y Quien Queda


Había una vez un rey, un rey potente y prepotente, quien, a la cabeza de las hordas mongólicas, salió de los confines del reino y entró en los países vecinos, pasando a hierro y fuego aldeas y ciudades y llevando consigo esclavos a los pobladores que su masacre no había podido masacrar; ante su presencia, huían hasta las bestias; tras él no dejaba más que sangre, ruinas y muerte.
Hizo esculpir sus gestas en las rocas de los montes, para que su nombre y fama infundieran terror también a las generaciones por venir. Cuando sintió que se aproximaba a su fin, se hizo construir un gran mausoleo, destinado a ser su tumba eterna; las piedras eran colosales, verdaderos bloques de durísimo pedernal, excavados en el seno de montañas gigantes. Quiso que su cuerpo fuera embalsamado con esencias preciosas, para que la muerte no lo tocase; los siglos lo debían ver pasar inalterado, invulnerable también ante la muerte. Ordenó además que en el puño le pusieran su daga y en el brazo el escudo y que le calaran la visera sobre la frente soberbia y fiera, terrible y espantoso aun muerto.

 Pero su nombre no perdura entre nosotros más que en algún diccionario, en los viejos y polvorientos libros de historia, papeles inútiles para nuestros estudiantes.
Quien lee su nombre, si por casualidad lo encuentra, se pregunta, como se preguntaba el Don Abbondio manzoniano de Carnéades: ¿quién era éste? Su nombre ya no vive entre nosotros: ¡Gengis khan! Aunque oigamos hablar de él, uno de los más grandes conquistadores del mundo, nuestro rostro no se ilumina y nuestro corazón no late.

Las lluvias y las intemperies han destruído hasta la última piedra de su monumento, y los más tenaces arqueólogos han buscado en vano entre las ruinas la tumba ya inexistente del terrible mongol.
La arena del desierto ha borrado sus rostros y el ala vengadora del tiempo ha destruido su nombre, si bien estuvo gravado en la piedra viva de aquellos mundos que vieron pasar al triunfador, que oyeron retumbar los valles a los gritos de sus asaltos salvajes y la tierra temblar y gemir bajo el pie de su elefante.
Pero una vez hubo otro rey, un rey suave y más que rey y señor, padre dulce de su pueblo. No tenía soldados y no los quiso tener nunca. No derramó la sangre de nadie, no quemó la casa de nadie. No quiso que su nombre estuviera grabado en las rocas de los montes sino en el corazón de los hombres. Un rey que no hizo mal a nadie y sí bien a todos, como la luz del sol que da sobre los buenos y sobre los malos. Extendió la mano a los pecadores, fue a su encuentro, se sentó y comió con ellos, para inspirarles confianza, para rescatarlos de sus pasiones, de los vicios y, una vez rehabilitados, encaminarlos hacia la vida honesta, el bien, la virtud.
Pasó dulcemente la mano sobre la frente febril de los enfermos y los sanó de toda debilidad. Tocó los ojos de los ciegos de nacimiento y éstos vieron, ¡y vieron en él al Señor!
Tocó los labios de los mudos, y hablaron ¡y bendijeron en él al Señor! A los sordos les dijo: "¡Oíd!" y oyeron; a los leprosos y a los desechos de la sociedad les dijo: "iQuiero limpiarlos!" y la lepra cayó como escamas y quedaron limpios. Llevó al tugurio la luz del consuelo y evangelizó a los pobres, viviendo en el pueblo más mísero de Palestina.

No buscó entre los grandes a quien lo siguiera ni exaltó a los potentes de la inteligencia, del brazo o de la riqueza, sino a los humildes y a los pobrecitos, paupérrimo también él. "Los zorros tienen su cueva y los pájaros el nido, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde posar su cabeza". Vivía frugalmente, habituando a sus seguidores a la disciplina de la mortificación, de la oración, del trabajo, para fortalecerlos en la vida del espíritu. Se mortificó, rezó, trabajó largamente, santificando así, con sus manos y con su vida, el trabajo.
De aspecto simple, amaba la pureza, reacia a cualquier adorno; era tal la santidad de su vida y de su doctrina, que hubiera bastado para demostrar que era el enviado de Dios. Sus ojos y su frente estaban iluminados por tanta beatitud celestial que ninguna persona honesta podía sentirse infeliz después de haber visto su rostro.
A quien le preguntaba cómo había que vivir, respondía: "Amad a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a vosotros mismos; desprendeos de lo superfluo para darlo a los pobres y si queréis ser perfectos renegad de vosotros mismos, abrazad vuestra cruz y venid, ¡seguidme!"
A la muchedumbre que lo rodeaba para escucharlo o porque una estupenda virtud curativa emanaba de El, le decía palabras de sobrehumana dulzura y de vida eterna: "Os doy un nuevo mandamiento: amaos recíprocamente en el Señor y haced el bien a quien os hace el mal".

De los niños dijo que sus ángeles ven siempre el rostro de Dios y que será bienaventurado aquél que sea siempre niño en su corazón, que sea puro como los niños. Bendijo la inocencia y amó a los niños con un amor altísimo y divino, tanto que gritó, si bien nunca alzaba la voz: "¡Ay de aquellos que escandalicen a los inocentes...!"
Multiplicó el pan, pero no para sí sino para las muchedumbres. No hizo llorar a nadie; lloró El por todos, y lloró sangre. Secó las lágrimas de muchos y de muchas almas perdidas.
Dijo a los cadáveres: "¡Levantaos!" y a esa voz omnipotente la muerte fue vencida, los muertos resucitaron a nueva vida. Tenía para todos una palabra de perdón y de paz; a todos infundió un soplo de caridad restauradora, un rayo vivificante de luz, superior, divina.
Inicuamente perseguido y traicionado, aun en la cruz invocó del Padre celestial, con gran voz, el perdón para los bárbaros que lo habían crucificado. El, que había hecho volver a poner la espada de Pedro en la vaina, que no había derramado la sangre de nadie, quiso dar toda su sangre divina y su vida por los hombres, sin distinción de judío, de griego, de romano o de bárbaro: ¡verdadero rey de paz, Dios, Padre, Redentor de todos!

Quiso morir con los brazos abiertos, entre el cielo y la tierra, llamando a todos "ángeles y hombres" a su Corazón abierto, desgarrado, anhelando abrazar y salvar en ese Corazón divino a todos, todos, todos: ¡Dios, Padre, Redentor de todo y de todos!
No, Jesús no quiso construir un monumento fúnebre, como Gengis Khan, como los antiguos reyes; sin embargo, por todas partes se ve levantarse al cielo, en las grandes ciudades y en los pequeños pueblos, una casa consagrada a su memoria; aun allí donde no hay moradas humanas, en las nieves eternas, se alza la capilla "tal vez una pobre choza muy parecida a la gruta de Belén", y sobre ella, solitaria, hay una Cruz que recuerda la obra de amor y de inmolación de Jesucristo Nuestro Señor. ¡Esa Cruz habla a los corazones del Evangelio, de la paz, de la misericordia de Dios hacia los hombres...!
¡No me vencieron sus milagros ni su resurrección, sino su Caridad, esa Caridad que ha vencido al mundo!
Hoy, en el mundo entero, se celebra la "Navidad", la "Sagrada Noche" del "nacimiento de Jesús". Y en todas partes hay una alegría serena, una gran, universal alegría.
Es la dulzura de Dios que se hace sentir, es la santa potencia de la bondad del Señor, que es más grande, ¡oh, sí! mucho más grande y duradera que el ruido de todas las batallas de este mundo, de todos los conquistadores de esta pobre tierra.
La bondad del Señor nos atrae sacándonos de entre los áridos y dolorosos extravíos de la vida; la celeste claridad de esta mística noche santa de Navidad atrae hasta a las almas más alejadas "caminantes extraviados o desfallecientes", como atrae la claridad de la casa paterna en el bosque oscuro. ¡Oh, divina luz del Niño Jesús! ¡Ah, suave y santa bondad de Dios y de la Iglesia de Dios!
Hermanos, seamos buenos con la bondad del Señor y de esa manera no temáis nunca que vuestra obra se pierda: toda palabra buena es soplo de Dios; todo santo y gran amor de Dios y de los hombres es inmortal.
La bondad vence siempre; a ella se le rinde un culto secreto aun en los corazones más fríos, más solitarios, más lejanos. El amor vence al odio; el bien vence al mal; la luz vence a las tinieblas. Todo el odio, todo el mal, todas las tinieblas de este mundo, ¿qué son ante la luz de esta noche de Navidad? ¡Nada! ¡Delante de Jesús, y de Jesús Niño, son realmente nada!

            ¡Reconfortémonos y exultemos en el Señor! La efusión del Corazón de Dios no se pierde por los males de la tierra, y el último en vencer es El, será el Señor. ¡Y el Señor vence siempre con la misericordia!
El que vence de otra manera pasa y no se habla más de él. Pasan los reyes, pasan los conquistadores de la tierra, caen las ciudades, caen los reinos; polvo y hierba cubren el fausto y las grandezas de los hombres y los vientos y las lluvias destruyen los monumentos de sus civilizaciones. "...Los bueyes, en las urnas de los héroes, pagan la sed", cantó Zanella.
Todo pasa, sólo Cristo permanece. Es Dios, y permanece. Permanece para iluminarnos, para consolarnos, para darnos con su vida su misericordia. ¡Jesús permanece y vence, pero con la misericordia!
¡Bendito sea eternamente tu nombre, oh Jesús!  
Sac. Orione d.D.P. 

De un saludo natalicio a los benefactores. Navidad 1920

miércoles, 22 de noviembre de 2017

El Juicio Universal (Mt 25,31-46) en clave de Cottolengo:



Reflexión de Don Orione sobre Mt 25,31-46, leído en clave de Cottolengo:



Y cuando el Señor diga que deberán ser separados los buenos de los malos, aquellos desdichados que fueron despreciados, sentirán que su lugar es a la derecha. Cuando Jesús diga: “Vengan, oh benditos, a tomar el premio que les fue preparado desde el inicio de la constitución del mundo”- esto escucharan por ser los benditos. El mundo los consideraba, no digo maldito; pero casi no los creía dignos de formar parte de la humanidad.




Y escucharan a Jesús que dirá: “Tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, estaba desnudo y me vistieron, era forastero, estuve enfermo, preso y viniste a visitarme”.

Estos, los del Cottolengo, se miraran alrededor. Pero cuando Cristo diga: “Vengan, benditos, reciban el premio”, los elegidos, los benefactores de los pobres, los que ejercieron la caridad, los que tuvieron entrañas de misericordia con los desdichados, responderán: “Pero, ¿Cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer? ¿Sediento y te dimos de beber? ¿Huérfano, enfermo y te consolamos? 



Los del Cottolengo callaran. Cuando Jesús diga: “Todo lo que hicieron a estos pobres, a estos desdichados me lo hicieron a mi”. Entonces los repudiados del mundo, los descartados, los desechados se alegraran con un gozo inmenso de beatitud porque entenderán que se asemejaron a Jesucristo.

Buscaran entonces entre el esplendor de los Santos la figura de un cura, un pobre cura, “el Ángel”, el “Canónico Bueno”, un cura que rezaba el Oficio y se confundía la palabra caridad: todas las palabras y las oraciones que decía se compendiaban en un expresión sola: “Caridad”; todos sus pasos eran sobre un único sendero, el de la caridad, todas las acciones que hacía, eran un canto a la Caridad. 



¡Oh! Entonces todos aquellos que sufren de alguna discapacidad, física o mental, cantaran el cantico de la Caridad, el cantico más alto y más bello que los hombres cantar en la tierra y los santos ángeles cantan en el cielo.




Palabras pronunciadas en el 4 de junio de 1939, durante la misa solemne de la Fiesta Patronal de San José Benito Cottolengo en Restocco (Milán). La Parola X, 223-224.


miércoles, 25 de octubre de 2017

Un corazón sin fronteras



Extracto de la carta del P. Tarcisio Vieira “Volver a despertar el corazón”

Un corazón sin fronteras

Al icono evangélico de Naín podría corresponder, para nosotros, el icono orionita del episodio de la confesión del que había envenenado a su madre. Cierto, no es fácil seleccionar en la vida de Don Orione - vista la abundancia - un único hecho para demostrar su “corazón siempre despierto”, “siempre inclinado” hacia las necesidades del prójimo, o para identificar “la serena ternura de su mirada”, como escribía Ignazio Silone. Sin embargo, el encuentro con el matricida arrepentido en la carretera, que va de Castelnuovo a Tortona, se ha vuelto el símbolo clásico.

La historia, contada varias veces por Don Orione, es bien conocida y sucedió después de la ardiente predicación de una misión en Castelnuovo. “Una tarde hablé de la confesión”, cuenta Don Orione. “Entonces - nunca lo había pensado antes - el Señor me puso en los labios este pensamiento: Mire - dije - la misericordia de Dios es tan grande que aunque alguno de ustedes hubiera puesto veneno en la taza de su madre, si está arrepentido,  hay misericordia también para él. Confesé hasta la una de la madrugada. Estaba muy cansado (...) Salí de Castelnuovo para volver a pie a Tortona (…) A cierto punto del camino vi una sombra negra, un hombre envuelto en una capa, parado, mirando hacia mí (...) Cuando estaba cerca de él: Buenas noches, buen hombre; ¿Viene a Tortona? - No, lo esperaba a usted... - Diga... - Escuche bien: ¿usted predicó que si uno hubiese puesto veneno en la taza de su madre, hay misericordia también para él? - Sí - ¿Usted cree realmente lo que dijo? Sí, hijo mío, lo dije y lo creo - Escuche, soy yo, ¿sabe? Ese soy yo" (Parola XI, 234-235). “Se arrodilló y después se confesó llorando y le di la absolución; luego se levantó y me abrazaba y me apretaba, siempre llorando, y no conseguía separarse de mí, tanto era el consuelo que lo inundaba. Yo también lloré y lo besé en la frente y mis lágrimas se confundieron con las suyas. Quiso acompañarme casi hasta Tortona y, sólo por mi insistencia, finalmente, regresó, y continué mi camino con un gran consuelo, con una alegría en el corazón como jamás había experimentado en mi vida (...) Llegué a Tortona todo mojado; esa noche me quité los zapatos y me tiré en la cama, y ​​soñé... ¿Qué cosa soñé? Soñé el Corazón de Jesucristo; sentí el Corazón de Dios, ¡qué grande es la misericordia de Dios!” (Don Luigi Orione e la Piccola Opera della Divina Provvidenza V. III, 124).


Siguiendo el ejemplo de Cristo, la “calle” es también para Don Orione, el lugar de las “sorpresas de Dios”, el lugar de los “encuentros” y de la “salvación” reencontrada, el lugar donde el “corazón muerto” de un pecador revive a causa de la acogida de un “corazón lleno de Dios”.

¡Es totalmente “providencial” este encuentro, divinamente providencial! De hecho, es la Divina Providencia que le da cita al santo y al pecador al borde del camino. Y así, en Don Orione, se realizó “la unidad de los extremos”, un milagro que sólo la misericordia divina podría cumplir: “la persona [de Don Orione] era el 'lugar' del encuentro entre Dios misericordioso y el alma de un pecador” (Paolo Clerici, Don Orione un rostro misericordioso de la Misericordia de Dios).

Parece casi obvio -dada la evidente coincidencia- decir que Don Orione reunía en sí el dinamismo y el estilo que el Papa Francisco nos pide hoy. Pero fue el mismo Papa Francisco quien recientemente se acercó a nuestro Fundador, citando su nombre en un discurso al clero y a los consagrados de la Diócesis de Génova durante la Visita Pastoral. Era el 27 de mayo de 2017. Al presentar los criterios “para vivir una intensa vida espiritual”  (era la pregunta de un sacerdote diocesano), el Papa culminó la conversación con una expresión de nuestro Fundador que marca el estilo de vida, el dinamismo que mantiene el corazón constantemente despierto. Casi como una “exégesis” del episodio del matricida.


La respuesta del Papa Francisco es larga, al ritmo de sus pausas de silencio, en la que subraya conceptos y palabras claves, utilizando imágenes y ejemplos de la vida cotidiana. El criterio fundamental para “vivir una intensa vida espiritual” -dice ya de partida con claridad- es “imitar el estilo de Jesús”. ¿Y cómo era ese estilo? - se pregunta el Papa - “La mayor parte del tiempo, Jesús lo pasaba por la calle. Esto significa cercanía a la gente, cercanía a los problemas. No se escondía. Después, al anochecer, muchas veces se escondía para rezar, para estar con el Padre”. Este es el dinamismo equilibrado del  “corazón siempre despierto”: Mantener la armonía entre el “no esconderse de la gente” y “el esconderse para la oración”. Estar “siempre en camino”, como Jesús, supone el riesgo de estar “expuesto a la dispersión, a quedar quebrantado”. Pero, advierte el Papa: “No hemos de temer el movimiento y la dispersión de nuestro tiempo. El miedo más grande en el que tenemos que pensar es el de una vida estática (...) Yo tengo miedo del [religioso] estático. Tengo miedo (...) El [religioso] que tiene todo planificado, todo estructurado, generalmente está cerrado a las sorpresas de Dios y pierde esa alegría de la sorpresa del encuentro. El Señor te toma cuando no te lo esperas”. Por tanto, “El primer criterio es no tenerle miedo a esta tensión que nos toca vivir: nosotros estamos en la calle, el mundo es así (...) Un corazón que ama, que se entrega, siempre va a vivir así”.

Otro criterio, siempre según el Papa, es plantear la vida bajo la perspectiva del encuentro: “Tú, [religioso], te encuentras con Dios, con el Padre, con Jesús en la Eucaristía, con los fieles: te encuentras (...) Estás en silencio [delante del Señor], escuchas lo que dice, lo que te hace sentir... Encuentro. Y con la gente lo mismo (...) dejar que la gente te canse; no defender demasiado tu propia tranquilidad” concluye mencionando a nuestro Fundador: “el [religioso] que lleva una vida de encuentro con el Señor en la oración y con la gente hasta el final del día, es 'desgastado', San Luis Orione decía ‘como un trapo’.

Justamente así, “como un trapo” en las manos de la Divina Providencia. Don Orione es, para nosotros y para la Iglesia, para el Papa Francisco, modelo de hombre de encuentro (“vio a un hombre... Cuando estaba cerca de él”), hombre del sagrario (“el Señor me puso en los labios este pensamiento”), hombre de la calle (“partí... A cierto punto del camino...”), hombre de “oreja”, que sabe escuchar (“confesé hasta la una de la madrugada.  Estaba muy cansado”). Todo concentrado en el episodio del matricida que, sin embargo, revela otro detalle al que el Papa Francisco está muy atento. Don Orione es también “el hombre de las lágrimas” (“luego se levantó y me abrazaba y apretaba, siempre llorando... Yo también lloré y lo besé en la frente y mis lágrimas se confundieron con las suyas”).

Puede parecer raro y, para algunos, también un poco inusual, darse cuenta de que el Papa Francisco insiste en el tema del llanto y de las lágrimas: “Jesús en el Evangelio, lloró (...) Lloró en su corazón cuando vio a aquella pobre madre viuda que llevaba al cementerio a su hijo (...) Si ustedes no aprenden a llorar, no son buenos cristianos”. (Discurso a los Jóvenes, Manila, 18 de enero de 2015).


Son varias las referencias en este sentido, que se dan especialmente cuando está hablando al clero y a los religiosos. “Cuando a un religioso se le secan las lágrimas, hay algo que no funciona”, le dijo al clero y a los religiosos en Nairobi (26/11/2015). Quiere decir que el religioso perdió “los sentimientos de Jesús” (cfr. Fil 2,5) y su corazón, “con el paso del tiempo” se endureció y se volvió “incapaz de amar incondicionalmente el Padre y al prójimo”. Y advierte: “Es peligroso perder la sensibilidad humana necesaria para llorar con los que lloran y alegrarse con los que se alegran” (cfr. Discurso a la Curia Romana, 22/12/2014). Por lo tanto viene la pregunta: “Dime: ¿tu lloras? ¿O hemos perdido las lágrimas? (...) ¿cuántos de nosotros lloran delante del  sufrimiento de un niño, delante de la destrucción de una familia, delante de tanta gente que no encuentra el camino?... El llanto del [religioso]... ¿Tu lloras? ¿O en [esta Congregación] hemos perdido las lágrimas?” (Cfr. Discurso a los párrocos, 06/03/2014)
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Don Orione, con su vida, dio una respuesta a esta pregunta: “¡Amor a las almas, almas, almas! ¡Escribiré mi vida con las lágrimas y la sangre!” (25/02/1939). Nos toca a nosotros “Ser hoy Don Orione”.


Si queres leer la carta entera, visita: http://www.donorione.org/Public/ContentPage/content.asp





sábado, 23 de septiembre de 2017

Nada de fosilización. ¡Renovarse o morir!


 Tenemos Congregaciones nuevas que cabalgan delante de nosotros. Renovarse o morir, queridos sacerdotes, renovarse en el espíritu religioso, o de lo contrario los despido. ¡Renovarse en todo! ¡Nosotros tenemos que ser una fuerza! Una fuerza de apostolado, fuerza de educación cristiana, fuerza doctrinal en las manos de la Iglesia.  Nosotros debemos ser una vida.  Nosotros queremos ser una fuerza en las manos de la Iglesia. O somos una fuerza, una fuerza espiritual, o de lo contrario no tenemos razón de ser.

Nos han acusado en Roma que en Tortona nosotros tenemos una fuerza y que, si avanza así, tendrá que ser cambiado el nombre de Tortona por Orione. He contestado: ¡Así sea! No por mi pobre persona, sino por ser una fuerza de bien para el pueblo.

Quien no quiera seguirme que se quite del medio; y si no, salto por encima, prescindo de ustedes, y tan amigos.

Quiero que vean en estas palabras, si quieren un poco fuertes, la fuerza de una juventud que no declina, porque es la fuerza de la fe que no envejece nunca.

O rejuvenecerse y ser lo que debemos ser religiosamente o mejor no ser.

Ustedes han tenido ante sus ojos cincuenta o sesenta clérigos y han notado que allí hay una fuerza, hay un nervio. No quiero permitir que esta fuerza se fosilice. La marcha hacia la perfección no puede detenerse bajo ningún pretexto (...)



Los fundadores son ustedes, yo no soy más que un hermano mayor, por la misericordia divina, llamado antes en el orden del tiempo, pero quienes hacen que las casas caminen son ustedes, los que dan el rostro a la Congregación son ustedes (...).

La Congregación por misericordia divina, fue promovida por clérigos; por lo tanto, ruego a aquellos de ustedes que no quieran seguirme, que cedan el paso. Les parecerá soberbia, pero entonces soberbia son todas las cartas de san Pablo.

Cuando Don Sterpi dice que en ciertas cosas somos ya viejos antes de nacer, dice algo terrible. ¿Qué tienen que aprender de nosotros estos clérigos? ¡Renovarse o morir!

De ninguna manera quiero que muera la Congregación, como tampoco quiero que la Iglesia en lugar de una fuerza, tenga un cadáver en putrefacción (...) Es cuestión de vida o de muerte; queremos ser vida y no muerte (...)

Es cuestión de tener vitalidad, de no tener pesos muertos. Dicen que somos invasores, dicen que somos una fuerza. ¡Ojalá quisiera Dios que fuésemos una fuerza espiritual, fuerza de santidad y de bien en medio del pueblo! ¡Ojalá quisiera Dios que, en cualquier parte donde pusiese el pie un hijo de la Divina Providencia, allí floreciese la vida cristiana!

Nosotros no queremos ni grados ni honores: nosotros queremos a los pobres, nosotros queremos ser pobres, nosotros queremos estar con los pobres. Y los pobres nos quieren bien. E incluso si se cerrasen las iglesias, nos dejarán nuestros pobres, y entonces seremos nosotros quienes podamos hacer todavía un poco de bien.



Los comunistas han venido a traernos los paquetes de arroz para distribuirlos entre los refugiados, porque se fiaban de nosotros (...)

El pueblo sabe quien es amigo del pueblo, el pueblo sabe que nosotros no somos enterradores y cuando decían que estábamos locos hasta el punto de llevar a los clérigos con las carretillas y las palas en procesión, no pretendimos hacer cosas raras, sencillamente queríamos llevar a aquella gente de San Bernardino que en un tiempo había asaltado al obispado, la llevábamos a la catedral, y cuando pedimos que el Obispo saliera al balcón, buscábamos hacer un acto de reparación.

            Si estamos con los pobres nos dejarán vivir y nos respetarán, pero es necesario volver a la fuente y en cuanto se pueda hay que deshacerse de los institutos ricos (...). Desháganse, porque aquellos jóvenes, luego que los hagan constructores, si se los encuentra ni siquiera los saludaran a ustedes.

            En la reunión de ex alumnos ninguno se presento. Se presentaron los viejos, los pobres que se los ayudo de mil maneras.

Nosotros estamos para los pobres, para los más pobres, no lo olviden nunca, háganlo sangre de su sangre, vida de su vida, ésta es la vida de la Congregación (...).

La Iglesia ha nacido con los pobres, el Evangelio es para los pobres (también para los ricos, pero que son pobres de espíritu). Los diáconos de la Iglesia se ocupaban de los pobres. Es necesario que volvamos a los pobres y sobre todo debemos volver a lo que fue en otros tiempos. Pero ¿por qué veranear en la montaña, o en el mar?

Queremos ser una fuerza en manos de la Iglesia, sin protagonismo, pero debemos entrelazar el amor a Cristo, a las almas y el amor a los pobres.  Es el secreto éxito. Unamos también el amor a la patria y también sin protagonismo, sin ostentación, sin política. Cristo lloro sobre Jerusalén y Jerusalén es la patria moral de Jesucristo.



Estas palabras mías son un poco fuertes, pero ustedes tomen su sustancia y verán el anhelo que tengo de que la Congregación viva su espíritu y no se fosilice, porque nosotros estamos ya decrépitos, nos hemos desviado ya del espíritu primitivo.

Es necesario volvernos a poner en camino, es necesario que hagamos algo más.

Debemos acercarnos al pueblo y a los humildes. El porvenir es del pueblo y nosotros no debemos perder al pueblo.