martes, 8 de octubre de 2013

El P. Ricardo Gil Barcelón y Antonio Arrué Peiró, mártires orionistas en España



 Madrugada del 4 de febrero de 1910. Un humilde sacerdote sale de la iglesia de " Sant'Anna dei Palafrenieri " en el Vaticano para iniciar una de sus jornadas, llena de fatigas entrelazadas con incesante oración.

Las iglesias están todavía cerradas; las calles desiertas; el viento mordaz sacude los residuos perezosos de la noche. A buen paso se encamina hacia la estación y llega, mientras la claridad del día va extendiéndose, a la avenida Vittorio Emanuele, cerca de la fuente de la "navicella", al lado de la calle. Este cura del norte mira alrededor, nunca saciado, fascinado por la grandeza cristiana de Roma, motivo de sentimientos y sincera oración. Delante de la nueva iglesia inclina la cabeza vertiendo una invocación a su querido San Felipe Neri, "Pippo bono", como también suele llamarle. La vista se alza para contemplar fugazmente la magnífica fachada diseñada por Rughesi. De rodillas y casi encorvado sobre el peldaño delante del postigo aún cerrado, hay una masa negra, inmóvil. Una figura en actitud absorta y casi arrebatada. Don Orione - era él este cura del norte - se siente empujado a acercarse; tiene la impresión de que sea un sacerdote: sus manos juntas y una profunda piedad se lo hacen creer... Es de estatura superior a la media; el hábito y el sombrero están limpios pero muy pobres y desteñidos. Sin embargo hay en él algo que habla de candor y firmeza en la voluntad de bien.

"¿Quién eres?", pregunta Don Orione.

"¡Soy un hijo de la Divina Providencia!", responde el sacerdote.

"¡ También yo soy hijo de la Divina Providencia! Pues entonces me perteneces un poco, sonríe Don Orione. Tengo una congregación cuyos miembros se llaman Hijos de la Divina Providencia".

El desconocido se levanta. Los dos sacerdotes se miran a los ojos: la sonrisa de Don Orione atrae, como un imán, la sonrisa del otro. Se ha entablado una amistad.

Se acompañan tranquilamente en la calle todavía silenciosa, atraídos por una inmediata y recíproca simpatía. Aceleran el paso porque es tarde para Don Orione que no puede permitirse el lujo de perder el tren: muchas cosas le esperan. Mientras hablan una atracción mayor vierte al corazón del desconocido seguridad y confianza que se resuelve en confidencia. 

P. Ricardo Gil
 Es español, sacerdote. Ha venido a pie desde Valencia, en peregrinación de penitencia, para implorar a Dios que le enseñe el camino que debe seguir: necesita mucha luz interior. Hasta hoy no ha hecho otra cosa que vagar siguiendo un gran sueño de amor, de evangelización, de santidad.

"Vete a la Iglesia de Santa Ana, preséntate en nombre mío y espérame", concluye Don Orione. "Dios nos inspirará y la Santa Virgen nos llevará de la mano!".

De este modo el Padre Ricardo Gil entró en la órbita de Don Orione; y, ocurriendo todo aquello que había afirmado graciosa y proféticamente en aquella fría mañana de febrero, terminó como un Hijo de la Divina Providencia.

La historia de uno de tantos sacerdotes, heroicos testigos de la fe y mártires durante la persecución religiosa en España en 1936, se inicia así, en las puertas del Vaticano.

(…)

Se trata de un sacerdote y de un seminarista que habían aprendido en la escuela del Beato Luis Orione que “la caridad es la mejor apología de la fe católica”. Habían vivido practicando la caridad en la periferia humilde de Valencia y profesaron la caridad en el momento de la muerte gritando “Viva Cristo Rey”.

El P. Ricardo Gil Barcelón había nacido en Manzanera, en España, el 27 de octubre de 1873, en una familia noble y desahogada. Tan brillante en los estudios como en la música, gozaba de la vida cómodamente: caballos, entretenimientos, alegres compañías, mitos juveniles. Volvió a la casa paterna descontento de sí mismo, cansado de un mundo del que apenas había visto su superficialidad y probado su vanidad.

Tomó casi como un acto liberador la posibilidad de enrolarse en la artillería del ejército español empeñado entonces en las Filipinas en la lucha tanto contra los rebeldes de Mindanao como contra el incipiente imperio estadounidense. En un momento de gran peligro, rezó a la Virgen. La inexplicable liberación del peligro le hizo pensar en el Cielo. En la compañía de los militares para divertir, se puso a tocar la guitarra y a cantar. No quisieron que sus manos manejasen ya armas, sólo instrumentos musicales. El, inquieto, empezó a juntarlas para orar.

Entró con los dominicos, frecuentó la Pontificia Universidad de Manila suscitando admiración. Se ordenó sacerdote en 1904 con el porvenir asegurado: vice-bibliotecario de la universidad y capellán de la catedral. Sin embargo parecía faltarle algo para estar en paz. Volvió a España, desde allí salió hacia Italia, a pie, mendigando, ayudando a los pobres y visitando santuarios lugares de santos.

La Divina Providencia le había dado cita, aquella mañana del 4 de febrero de 1910 con Don Orione. Estuvo por algún tiempo en la comunidad de los Orionistas que oficiaban en "Sant'Anna dei Palafrenieri" en el Vaticano; se encontró con Pío X. Había entendido por fin la fuente de su inquietud: la santidad y la caridad.

Viajó con Don Orione a Mesina al tiempo de la reconstrucción de la ciudad después del terrible terremoto, y después durante 10 años en Cassano Ionio, en Calabria, custodio del santuario de la Virgen de la Cadena y de un grupito de huérfanos allí acogidos. Desde 1923 a 1927 en Roma, dividiendo su tiempo entre la colonia agrícola de Santa María, en Monte Mario, y la populosa Parroquia de "Ognisanti", fuera de la puerta de San Juan. Vuelto a Cassano Ionio por un breve periodo, tuvo que probar el cáliz amargo de una calumnia terrible que fue seguida de un mes de cárcel.

Viendo en él temple de pionero, en 1930, Don Orione envió al Padre Gil a España con la orden de abrir una avanzadilla de su joven Congregación. Empezó en extrema pobreza, a la orionista: evangelio, obras de caridad y mucha confianza en la Divina Providencia.

Para España eran años llenos de desórdenes sociales terribles y de persecución religiosa. Cuando en julio de 1936 el huracán anarquista y comunista sacudió aquella región llenándola de desolación y muerte, el Padre Gil fue respetado hasta el final porque se ocupaba de los más pobres. Dos veces fueron a su casa los milicianos para eliminarle como a tantos otros. Dos veces se interpuso la gente del vecindario diciendo: "¡Es bueno, ayuda a los pobres, nuestros hijos comen porque está él!". La tercera vez, el 3 de agosto, cerraron la discusión: "¡Es precisamente a los buenos a los que buscamos nosotros!". 

Aspirante Antonio Arrué Peiró
 Un joven aspirante, Antonio Arrué Peiró, que no estaba en casa, vio el camión en el que habían hecho subir al Padre. No lo dudó un momento, corrió a su encuentro y quiso a toda costa permanecer con él. Fueron llevados juntos al Saler de Valencia. Fusilaron al Padre Gil que a la propuesta blasfema de gritar "¡viva la anarquía!" prefirió gritar "¡Viva Cristo Rey!". Antonio - según el relato de un guardia - al ver caer al Padre se arrojó a su lado para sostenerlo. Los guardias comunistas le fracturaron el cráneo con la culata del fusil.

Antonio Arrué era un joven postulante orionista, natural de Calatayud (Zaragoza), tenía 28 años. Siendo aún joven, se le murieron, uno tras otro, su padre, su madre y una hermana. Los demás lo abandonaron en una terrible desolación. Llegado a Valencia, en 1931, conoció al P. Ricardo Gil. Ya no se apartaría de él. Era un joven serio, piadoso, sacrificado y trabajador, parco en palabras. El Padre Gil se lo presentó a Don Orione: «Más tarde, querría llevarlo a Tortona, pues quiere ser de la Pequeña Obra de la Divina Providencia... Estoy convencido de su vocación y espero que la viva con éxito». Sin embargo, juntos entraron en el Paraíso por la gloriosa puerta del martirio.

El Padre Ricardo y Antonio son dos testigos de la fe que se han sumado al cortejo de los mártires cristianos de la Iglesia española, protagonista de uno de los testimonios más heroicos y consistentes de la historia. Ni el Padre Ricardo, ni Antonio lucharon contra nadie: fueron víctimas inocentes, fieles a Cristo. Así lo admite la Iglesia al beatificarlos.

J           unto a algún centenar de sacerdotes, monjas y laicos, representantes de una gran lista, estos dos testimonios están siendo encaminados hacia el honor de los altares. 



Paul Claudel en su poema dedicado a los, Mártires cristianos en tierra de España escribió: "Once obispos, dieciséis mil sacerdotes asesinados y ni un solo apóstata. ¡Oh, si pudiese yo también, como tú, gritar con garganta desgarrada mi testimonio en el esplendor del mediodía! Decían que dormías, hermana España, pero dormías como quien finge el sueño. Y he aquí un interrogante, y he aquí de golpe esos dieciséis mil mártires. ¿De dónde me vienen tantos hijos?, exclama aquella que creían estéril".

            Don Orione se encontraba en Argentina (1934-1937) durante la persecución religiosa que tuvo lugar en España. Siguió, siempre muy de cerca, el desarrollo de la tormenta que causaba estragos en el pueblo español, y vivió en permanente angustia por dos de sus hijos: el Padre Ricardo Gil Barcelón y el aspirante Antonio Arrué Peiró, que estaban en Valencia, en la que fue la primera y humilde fundación de la congregación en España.

Proyectó diferentes iniciativas de reconstrucción civil y moral. En 1939, pocos días antes de la conclusión de la guerra civil, con un gesto enérgico y sorprendente, escribió al Secretario de Estado Vaticano y le propuso al Pontífice la institución de una fiesta «destinada a celebrar en bloque la fe, las virtudes cristianas, el heroísmo de todas las víctimas asesinadas durante los casi tres años de guerra por odio a Jesucristo y a su Iglesia». Esta fiesta, añade Don Orione, «no sólo serviría para hacer desaparecer las funestas divisiones y para incrementar la solidez en la fe y en la Caridad, que siempre unifican y hermanan en Cristo; no sólo serviría para rendir el debido honor a tantos valientes... sino que también contribuiría a mantener vivos, en el Espíritu de aquel pueblo, numerosos recuerdos hermosos, santos y grandiosos».

Han hecho falta más de cincuenta años para que comenzaran las beatificaciones y canonizaciones de los mártires cuyo proceso canónico había sido aprobado por la Santa Sede. Iniciaron en 1987, por decisión personal del Santo Padre, Juan Pablo II, cuando estas beatificaciones ya no podían dar lugar a malentendidos de tipo político. Entre los cientos de mártires españoles que aguardan la proclamación pontificia de su santidad, una vez concluido el itinerario de su proceso, se encuentran también dos orionistas: el P. Ricardo Gil Barcelón y el postulante Antonio Arrué Peiró.





Fuente: Peloso, Flavio, También vosotros beberéis mi cáliz. El P. Ricardo Gil Barcelón y Antonio Arrué Peiró, mártires orionistas en España, Editorial Claret, Madrid, 2004.


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