martes, 2 de diciembre de 2014

El “Cottolengo de Turín”. Canto a la caridad de Cristo



         La figura de San Jose Benito Cottolengo influyo muchisimo en el joven Luis Orione. Si bien, Don Orione no conocio a este gran santo, conocio su obra y en honor a él llamo a sus casas para gente con discapacidad "Cottolengos"

 
¿Influyo la cercanía de la “Pequeña casa de la Divina Providencia” (es decir el Cottolengo de Turín) en la espiritualidad del joven Luis Orione?


Sabemos que los “Pequeños Cottolengos” constituyen un capitulo fundamental para la historia de la multiforme actividad caritativa de Don Orione, a pesar de ser el epilogo de lo que inicio en 1893 para los niños pobres.

La compasión hacia los enfermos y a los que sufren, encendida en el joven Orione por el canónigo Cattaneo, se inflamo entonces más que nunca encontrando las filas de pobres y desdichados hospedados en la pequeña casa de la divina providencia, como el mismo nos cuenta:

“Recuerdos mis años juveniles, cuando estudiaba en Turín, en la casa de Don Bosco. Un día nos llevaron a pasear. Vivía aun Don Bosco; eran los años en los cuales el gran Santo murió.

Nos concedían un paseo semanal, el jueves, a lo largo de la avenida reina margarita, que entonces estaba al margen de la ciudad y separaba Turín de la región que se llamaba Valdocco, donde están los monumentos de la caridad: los edificios del Cottolengo, de Don Bosco y de la Marquesa de Barolo.

Íbamos a lo largo de la avenida, cuando encontramos una larga fila de personas (una muchedumbre) que nunca acababa, y parecía interminable. Iban formados de a cuatro y se tomaban de a dos las manos. Iban como en cadena: y algunos desbordaban por aquí, y otros por allá. Eran lisiados, ciegos, rengos, jóvenes y viejos. Quien los guiaba era uno de ellos, un poco… mejor, pero que estaba de pie con dificultad y desbandaba mucho también él…

El sol los bañaba. Aquellos arboles veían pasar aquella columna –llamémoslo así- de pobres infelices y la primavera bajaba sobre aquellos pobres desdichados, quienes se sostenían con esfuerzo, como el polen sobre las flores.

 En verano caminaban bajo la sombra ancha que bajaba de las hojas amplias y palmadas de los plátanos… El otoño arrojaba, a sus pasos, las hojas y alguno a veces resbalaba sobre esas hojas rojizas. Durante el invierno las ramas escuálidas parecían llorar sobre aquella columna de infelices.

Cada vez  que me llevaban a pasea, yo quería, en mi corazón, ver a aquellos pobrecitos. La gente los miraba: los transeúntes se detenían sorprendidos; y luego meneaban la cabeza y seguían y seguían murmurando: -¡son los del Cottolengo… cosa de Cottolengo!...

Yo los miraba, deseaba encontrarlo, los sentía hermanos, los amaba. No conocía su patria de origen, ni sabia como se llamaban. No tenía importancia para mí… salían de una gran casa: pero el Cottolengo quiso llamarla ‘Pequeña Casa’, porque la Casa de la Divina Providencia es el universo.

¡Cuantos infelices!...la última vez que fui a la ‘Pequeña Casa’, había trece mil infelices hospedados: una verdadera ciudad de dolor… o es casa del misterio o es el milagro continuado de la Divina Providencia; una casa que vive sin bienes propios, sin renta fija alguna.

Se podía pensar que eran personas tristes, encerradas; por lo contrario sonreían; y cuando los veía o encontraba llevaban un rayo de serenidad en la frente, como aquellos rayos de sol que, anhelados con ansia especialmente en los días de neblina, llegan a restaurarnos después de los rigores del invierno.

Cuando regresaban a su casa, atravesaban un atrio donde esta puesta una estatua del santo sacerdote, en el acto de bendecir a la extrema vejez y a la infancia abandonada, mientras levanta un dedo al cielo hacia la Divina Providencia.

La casa es el milagro permanente de la divina providencia. ¡Contra el positivismo y el materialismo esta el Cottolengo! Allí hay muchos y muchas más de lo que yo encontraba en el paseo; la mayoría no puede salir; están siempre en la cama y viven postrados en camillas, carritos, cochecitos.

Si entran en aquellas largas crujías –son muchas y los pobres están divididos en familias- hay lisiados, crónicos, ciegos, y deficientes, viejos, jóvenes, mutilados, paralíticos: todos los miran con una sonrisa, todos los miran con alegría serena en los labios… “Es un milagro” y el mundo los rechaza como desechos, escombros de la sociedad!

Las madres de muchos de ellos, enseguida después del desgarro de la maternidad, han apretado al seno sus recién nacidos: después quisieron ver uno a uno si sus miembros eran perfectos, y vieron, en el lugar de los brazos y manitas, los muñones… Pensaban dar una flor al jardín del mundo, y vieron un cuerpecito desfigurado, y llorando un llanto sin consuelo…


Pero en el evangelio está escrito: -¡Dichosos los que lloran, porque serán consolados! Y aquellos desdichados que no tuvieron el don del llanto, tuvieron el llanto de sus madres, que muchas veces fallecieron acongojadas diciendo: -¿a quién dejare mi desdichado, este mi pobre hijo? Esta el Cottolengo. ¡He aquí que es el Cottolengo!

¡Dichosos los que lloran… Pasa la figura de este mundo: ‘cosa linda y mortal pasa y no dura’, reza un poeta nuestro. Pero hay algo que permanece en los siglos, algo inmortal. Pasan los gozos, pasan las fiestas, pasan también los dolores, y aquellos pobres infelices se despiertan un día como de un sueño penoso; y, con su gran maravilla se encontraron de pie, firmes en sus piernas; la pierna derecha no estaba y estará en su lugar; no había una mano, y estará en su lugar; los ojos que estaban en las tinieblas verán la luz; y se alegraran en el regocijo de todos sus miembros perfectos. Volverán a usar las facultades mentales y se sentirán almas inmortales, redimidas y libres. Vestirán el blanco hábito del bautismo…

Y cuando Cristo Señor dirá que deberán separarse los buenos de los malos, aquellos desdichados, que fueron despreciados, sentirán que su lugar es a la derecha. Cuando Jesús diga: -¡Vengan, benditos, a recibir el premio preparado para vosotros desde la constitución del mundo!, he allí, sentirán que son ‘bendecidos’.

¡El mundo los había considerado, no digo maldecido, pero casi no dignos de pertenecer al consorcio humano! Y escucharan a Jesús decir: -tenía hambre, y me dieron de comer; tenía sed, y me dieron de beber; estaba desnudo, y me vistieron; era peregrino, enfermo, preso, y fueron a visitarme.

Ellos, los del Cottolengo, miraban alrededor. Pero cuando Cristo Señor diga: -vengan, benditos, a recibir el premio-, los elegidos, los bienhechores de los pobres, los que practicaron la caridad, los que tuvieron entrañas de misericordia hacia los desdichados, contestaran: -¿Cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer?, ¿sediento, y te dimos de beber?, ¿huérfano, enfermo, y te consolamos?-, los del Cottolengo callaran. Pero cuando Jesús dirá: -todo lo que hicieron a estos pobres, a estos infelices, me lo hicisteis a mi-; entonces los repudiados por el mundo, los desechos, los escombros, se regocijarán con una alegría muy grande, porque comprenderán que fueron asemejados a Jesucristo.

Buscaran entonces entre el resplandor de los santos a una figura de sacerdote, un pobre cura, el ‘ángel’, el ‘canónigo bueno’, un sacerdote que rezaba el oficio y se conmovía a la palabra ‘caridad’:

Todas las palabras y las oraciones que decía se resumían en una única expresión: ‘caridad’; todos sus pasos eran sobre un único sendero, el sendero de la caridad; todas sus acciones, eran un canto a la caridad!...

¡Oh! ¡Entonces todos los que fueron disminuidos, sufrieron retraso, cantaran el cantico de la caridad, el cantico más lindo que los hombres puedan cantar en la tierra, y que los Ángeles cantan al cielo!...

 “Entonces, cuando estaba en el oratorio de Don Bosco, recuerdo que nos llevaban a pasear, allá alrededor del Cottolengo de Turín. Y pasando por allá se veían aquellos pobres enfermos y epilépticos. Y yo me sentía atraído por aquellos pobrecitos, los miraba con compasión, y sentía gran deseo de ir al encuentro de ellos para aliviar sus sufrimientos. Experimentaba como una gran alegría en verlos, y aquella era la diversión más grande de mi paseo…” (4.6.1939).


           Desde Victoria (Buenos Aires), en el mes de marzo de 1935, Don Orione escribía a un excelentísimo Obispo:

“…Ya desde cuando hacia el secundario en Turín, cada vez que pasaba delante de la pequeña casa de la Divina Providencia, fundada por San José Benito Cottolengo, experimentaba una especial atracción hacia aquella obra de fe y de caridad, y el vivo deseo de hacer algo, con la ayuda divina, para nuestros hermanos más pobres y mas abandonados” (Scr. 67 – 300).


Fuente: Secretariado de Espiritualidad, San Juan Bosco y el Beato Luis Orione; un adolescente en la escuela de un Gigante 1886-1889, I, Pequeña Obra de la Divina Providencia, Buenos Aires, 1989.




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