El 27
de octubre 1930, mientras estaba trabajando, el entonces clérigo Brunello cayó,
desde una altura de 18
metros, en la cripta que era aun construcción, temiendo
por su vida: rápidamente fue llevado al hospital, donde estuvo en observación
por 40 días, siendo dado de alta sin ninguna secuela. Don Orione atribuyó este
“milagro” a la protección de la Virgen.
El 17 de octubre de 1930 era una
hermosa jornada otoñal. Despuntaban las ocho de la mañana y, al sonido de la
sirena de las fábricas de la ciudad, respondía, en San Bernardino de Tortona,
la llamada al trabajo en la férvida erección del nuevo Santuario votivo de la
Virgen de la Guardia. También la obra tenía su señal de arranque: un pedazo de
viga ruidosa y largamente golpeada por las manos callosas de un joven
seminarista.
A su toque todo se reanimaba,
asistentes y seminaristas acuden a la asignación de trabajos. Como de costumbre
no faltaba, tampoco aquella mañana, el capataz, bueno y terrible, Miguel
Bianchi. Para él todos éramos “sus vagos” pero para cada uno era conocido el
significado verdadero de aquella palabra, tan contraria al sonido de la letra y
reveladora de tanta estima y de cordial afecto por sus subalternos. Pocos
minutos bastaban para encontrarnos en nuestro lugar.
El subscripto fue llamado, aquella
mañana, por el Sr. Bianchi y enviado, junto al albañil Battegazzore Mario,
conocido por su agilidad y delgadez, a desarmar un andamio para rearmarlo más
alto como urgía para la armadura del techo. Los trabajos se avivan en aquel
periodo siempre más rápidamente, porque Don Orione había anunciado que el
próximo agosto de 1931, aniversario de Concilio de Efeso, sería la inauguración
del Santuario. Es inútil decir que después del anuncio el entusiasmo de todos
siguiente llego a las estrellas.
Entonces comenzamos, el albañil y
yo, el desmontaje del susodicho andamio. Cerca de las once sucede un pequeño
infortunio afortunadamente sin ninguna consecuencia. Era presente pues el
capataz que seguía atentamente el trabajo, contento incluso de la destreza de
sus “vagos” de los cuales destacaba satisfecho el generoso esfuerzo con
innumerables “Bendito sea Dios”. Se trabajaba siempre a la altura de 18 metros
y siempre un poco en peligro. A veces era necesario caminar sobre una viga,
sosteniéndose con una mano y trabajando con la otra; muchas otras veces es
necesario utilizar ambas manos, apoyando el cuerpo en uno de los parantes del
andamio. En esta última posición crítica me encontraba también yo con mis dos
manos, porque los travesaños eran gruesos y un poco pesados que no era
suficiente el esfuerzo de una sola mano. De improviso, uno de estos que
superaba el peso normal, en el movimiento de balanceo para pasarlo al otro
albañil me lleva, me domina y me obliga a seguirlo, naturalmente hacia el
precipicio. Pero yo, viéndome en peligro, me deje caer en la cripta abajo y de
un salto abrazándome al otro parante enfrente, que estaba a tres metros del
cual yo me había apoyado para trabajar. Entonces aferrado al parante y todo
tembloroso sentí que me gritaba el Sr. Bianchi: “¡vago, atento, mira lo que
haces!”. Y sonrió con la apariencia de no estar excesivamente preocupado,
mientras que yo sabía cómo estaba el asunto, temblé un poco un mi corazón.
Aquella sonrisa me alentó un poco, retomo coraje y energía, y continuo como si
nada hubiera pasado.
Llego el mediodía. Aquel día el P.
Sterpi mando que se almorzase afuera, en lo de las Hermanas para evitarnos la
caminata habitual de ida y vuelta al Paterno. Naturalmente el plato fuerte
consistía en la inolvidable…polenta. Ese día debe haber sido viernes. No
obstante ese exquisito almuerzo, que no fue más brillante que otros – no se
venía a menos la buena alegría en los corazones y la serenidad en los rostros.
Retomamos entonces, al mediodía,
nuestro habitual trabajo. Pero cuando todo llega a su término, y se piensa con
un poco de deseo el inminente sonido de la viga que hacía de campana, cuando en
fin faltaban solo seis metros de andamios, he aquí el segundo infortunio.
Me encontraba en el hueco de la
escalera caracol que mira la Avenida Génova, e hice el acostumbrado movimiento
para pasar, pero patine. En ese momento me aferré de una tabla de cuadro
metros, caminando sobre otra de 20 centímetros de ancho y tres de largo. Al dar
el impulso a aquella para tirarla sobre el andamio superior, muevo el pie
derecho yéndome con todo hacia delante. En ese momento claramente percibí que
estaba perdido: abajo me faltaba el sostén, pero tuve la presencia del espíritu
para invocar los Santísimos nombres: “¡Jesús y María sálvenme!”… El
tablón de cuatro metros recibió el impulso suficiente y pasó sobre el andamio
superior, pero la tabla sobre la cual se apoyaban mis pies me siguió en el
peligroso vuelo hasta el suelo en la cripta abajo. Claramente recuerdo: durante
el vuelo, que comenzó con la cabeza hacia abajo, hice este razonamiento: “¿Qué
dirá mi mamá y mi papá viéndome así desplomado, con una pierno rota y sangre
saliendo por todas partes?”. Al mismo tiempo el rostro de la Virgen de la
Guardia, toda bella y sonriente, apareció en el lugar del primer infortunio.
Apenas termine el pensamiento antedicho que, sacudido por un
tremendo golpe, me encuentro sentado en el suelo; ciertamente una mano
misteriosa me giro, interrumpiendo el vuelo con la cabeza hacia abajo y me
enderezo antes de tocar el fondo de la cripta. Cayendo así sobre un terreno más
bien blando y en posición normal de quien se sentó, hice un esfuerzo para
levantarme y sustraerme de la mirada impresionada de mis compañeros. Pero mi me
fue posible; es más, después de este esfuerzo, comenzó a nublárseme la vista.
Instintivamente lleve la mano a los ojos para atenuar la luz y vi los primeros
acudir hacia mí. Uno atrás otros agitados vinieron todos, pero enseguida se
impidió la entrada, porque muchos desconocidos estaban viniendo, dado que
algunos que transitaban en automóvil habían sido espectadores de mi salto al
vacío. El mismo Canónico Perduca que un instante antes, paso cerca del andamio,
se detuvo, advirtiéndome con toda la voz: “¡Estate atento de no caerte!”
no haciendo a tiempo de entran en la cripta me vio en el suelo.
Con él pues permanecieron en el
lugar solo los albañiles, el Sr. Bianchi y el asistente Costamagna que
angustiosamente pensaban sobre qué hacer. Después de algunos minutos deciden
levantarme y llevarme arriba, pero yo los detengo, diciendo: “Déjenme,
porque me hacen mal a la espalda”. Mis palabras complicaron los pareceres. Había
quien decía que dentro de poco morirá; otros afirmaba: “Si lo tocamos se nos
muere entre las manos…”. “Se rompió la columna vertebral, no hay nada
que hacer, dejémoslo ahí…” El Sr. Bianchi creyó oportuno darme una fuerte
sacudida, tal vez, para hacerme mover y reaccionar. Después de un buen cuarto
de hora decidieron llevarme a la parte de arriba, afuera de la excavación de la
cripta, y ponerme con cuidado sobre un colchón. Así recostado, querían sacarme los
zapatos. Pero yo me opuse diciendo: “no me saquen los zapatos porque tengo
los zapatos rotos…” Tantos ojos alrededor y sobre mí me dieron un
instintivo recato… Ante estas palabras algunos presentes sonrieron y otros
exclamaron muy seguro: “ya no se muere mas…”
Se detuvieron dos o tres automóviles
de los más grandes que transitaban y se tentó de meterme dentro para llevarme
al hospital, pero el colchón no entraba y se tuvo que esperar la carreta
ambulancia. Evidentemente todos pensaban que me destrozado. A lo largo de la
calle oí continuamente, por todas partes, expresiones en dialecto llenas de
compasión y de pesar: “Está muerto, está muerto… ¡Pobre hijo, quien sabe
cómo quedará!”
En el hospital, después de un examen
completo y tranquilizador, me dieron una inyección contra el envenenamiento de
la sangre, sin verificar alguna lesión grave. Y me tuvieron en observación por
cuarenta días.
Luego de no antes de dos meses pude
retomar de a poco mi primer trabajo como ayudante de albañil de la Virgen
Santa. A quien le expreso una vez más mi eterno agradecimiento filial,
reconociendo en su intervención prodigiosa la alegría de mí segunda vida.
Villa Mofa di
Bra-Bandito (Cuneo) 5 de agosto de 1952
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