lunes, 13 de agosto de 2012

La historia de San Pacomio


Mientras viajaba en el Vapor “Re Vittorio” (24 de Junio de 1922), Don Orione contaba la historia de San Pacomio, un soldado romano que se convirtió por el testimonio de la caridad cristiana.

Además, la unidad en la variedad y multiplicidad constituye y mantiene la paz entre los hombres. En los Hechos de los Apóstoles se celebra ese solo corazón y esa sola alma en la multitud y variedad de fieles. Este es el hecho que, en los primeros días de nuestra Santa Iglesia, edificaba más a los gentiles, que decían: –Mirad cómo se aman los cristianos. Estarían prontos a morir uno por otro. Así lo refiere el antiguo escritor Tertuliano, en el Apologético.

 En una ardiente jornada del siglo IV de la era cristiana, un soldado romano entraba con su legión en Tebas, Egipto. Era de familia pagana y se llamaba Pacomio. Sus compañeros, extenuados, por la fatiga y el hambre, empezaron a sucumbir, cuando de las casas y locales cercanos salieron hombres, mujeres y niños que, llevados por la compasión, los socorrieron, quien curando heridas, quien dándoles alimentos y bebidas para reanimarlos, con delicadeza y paciente solicitud. Pacomio preguntó quiénes eran esos desconocidos benefactores y le respondieron que eran cristianos. Por la noche, Pacomio no durmió; meditó y lloró. Sintió que entraba en una grande y divina luz, en una grande y divina oleada y vida de dulcísima y soberana caridad.

Pacomio sintió que sólo Dios, “que lo llena todo”, es consuelo para el alma y verdadera alegría y felicidad para el corazón. Se sintió fascinado por Dios y sin embargo libre en Dios con la más alta libertad de los hijos de Dios, y que Cristo-Dios había nacido en él, estaba vivo en él, ardía en su pecho. Cristo había sido edificado en él por la caridad de aquellos cristianos, de aquellos hermanos concordes en la caridad del Señor. Cristo surgía de la caridad y era caridad. Comprendió que de la humanidad de lo verdadero y de la verdadera Fe nacía esa unión cristiana de los espíritus, y de ésta el deseo vivo de hacer el bien a los demás. Su espíritu sintió cuán verdadero era lo que varios siglos después escribiera el santo autor de la Imitación de Cristo, como humilde hijo de San Benito: “Nada hay elevado, ni grande, ni grato, ni acepto, sino Dios y lo que es de Dios” y “una chispa de caridad verdadera vale mucho más que todas las cosas terrenas, llenas de vanidad” (Imit. de Cristo, Lib. I).

 Pacomio no durmió esa noche; Jesús estaba en su pecho, lo había sacado de un abismo de tinieblas a una luz, a una vida nueva y divina; Jesús lo llamaba a Sí con la dulcísima y celestial fuerza de la caridad. No pudiendo resistir más y queriendo libremente seguir a Cristo, salió de su tienda y agitando la espada hacia el cielo exclamó: ¡Oh Dios de los cristianos, que enseñas a los hombres a amarse tanto unos a otros, también yo quiero ser uno de tus adoradores! Poco tiempo después aquel soldado recibía el bautismo, se convertía en un santo y se unía al gran San Antonio abad para conducir a las soledades de Egipto esas legiones de solitarios que cultivaron por mucho tiempo las tierras, la industria y las letras y, sobre todo, la santidad en la fraterna y dulce caridad. Su alma guerrera, que nunca había sido domada por las armas, fue vencida por la caridad. ¡Qué bella es esa virtud! El mismo Paraíso no sería Paraíso sin caridad, porque un Paraíso sin caridad sería un Paraíso sin Dios.


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