martes, 14 de enero de 2014

Y como testigos los Ángeles Custodios


El día 19 de abril de 1912, Don Orione, después de alrededor  de dos meses de la aceptación de sus dimisiones al cargo de vicario general de Messina, fue admitido en audiencia privada por el Santo Padre Pío X.

Se trató de una audiencia sumamente importante, en la cual Don Orione informó en detalle al Papa de los hechos de Messina, de esos tres largos años transcurridos lejos de la dirección de su familia religiosa en cumplimiento de la voluntad del Vicario de Cristo. El coloquio con el Papa, que conocía muy bien los sufrimientos que había padecido su enviado, debió ser de suma consolación para éste último, el cual, estimulado por tanta bondad paterna, se lanzó hasta a solicitarle al Papa la gracia grande de emitir su profesión religiosa definitiva en sus manos. La obtuvo...
 En este punto nuestra tarea está facilitada al máximo en cuanto Don Orione, lleno aún de alegría santa por el acontecimiento, lo refirió, en una memorable carta, a sus religiosos y bienhechores, trazando de tal modo una página autobiográfica de rara eficacia. Escuchemos:

“En aquellos santos momentos entonces, viendo tanta confianza, tanta paterna y divina caridad del santo Padre hacia la Pequeña Obra, yo osé solicitarle una grandísima gracia.

Y el Santo Padre me dijo, sonriendo: “Escuchemos un poco que es esta grandísima gracia”. Entonces le expuse humildemente como, siendo el fin principal y fundamental de nuestro instituto el de dirigir todos nuestros pensamientos y nuestras acciones al incremento y a la gloria de la Iglesia; a difundir y radicar en nuestros corazones en primer lugar, luego en los corazones de los pequeños el amor al Vicario de Jesucristo, le rogaba, pues debía hacer los votos religiosos perpetuos, dignarse, en su caridad, de recibirlos en sus manos, al ser y desear ser este instituto todo amor y toda cosa del Papa.



Y el Santo Padre, con cuanta consolación de mi alma no podré expresarlo nunca, me dijo de inmediato y con mucho gusto que sí. Se lo agradecí, y la audiencia continuó. Mas, cuando estaba por terminar, le pregunté a Su Santidad cuándo le parecía que yo debía volver para los santos votos. Y entonces nuestro santo Padre me respondió: “también de inmediato”.

¡Dios mío! Qué momento fue ese! Me arrojé de rodillas delante del Santo Padre; le estreché y besé los pies benditos: extraje del bolsillo una libretita que los pequeños hijos de la Divina Providencia conocerán, y que yo ya había llevado conmigo, presintiendo la gracia; la abrí allá donde está la fórmula de los santos votos y donde, adelante, había puesto ya un signo.

Pero en ese momento tan solemne y santo, recordé que serían necesarios dos testigos, según las normas canónicas, y los testigos faltaban pues la audiencia era privada. Entonces levanté los ojos hacia el Santo Padre y osé decirle: “Padre Santo, como Su Santidad sabe, serían necesarios dos testigos, a menos que Su Santidad se digne a dispensarlo”. Y el Papa, mirándome dulcísimamente y con una sonrisa celeste en los labios, me dijo: “¡De testigos harán mi ángel custodio y el tuyo!” 




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