martes, 4 de diciembre de 2012

La confesión del matricida


Es uno de los más famosos episodios de la vida de Don Orione predicador. Lo narró él mismo muchas veces. Le cedemos con gusto la palabra.

“La misericordia de Dios es más grande que el cielo, es más grande que el mar; la misericordia de Dios es más grande que nuestros pecados. Hace muchos años, predicaba las misiones en Castelnuovo Scrivia. Se puede decir que Castelnuovo ha sido mi campo de batalla: con frecuencia prediqué allí  para fiestas, novenas, cuaresmas e hice allí varias misiones, tanto que era llamado “el predicador”. Entonces era más joven y fuerte: hacía cuatro prédicas al día y a la noche confesaba durante horas y horas. Y la gente me quería, y también ahora nos queremos; los de entonces han muerto pero, tal vez por el recuerdo de un poco de bien que allí se hizo, ahora nos recuerdan todavía con gusto.
En Castelnuovo me sucedió, entonces, este hecho. Había llegado la última noche de predicación, que terminaba con la fiesta de la Inmaculada. Había hablado, esa noche, sobre la confesión: la iglesia, que es más grande que la catedral de Tortona, igual de larga pero más ancha, estaba llena, se veía una sola cabeza. Durante la prédica, no sé ni siquiera yo como, o sin que me haya dado cuenta, porque no había pensado nunca en una cosa semejante, me salió una expresión sobre la cual no había reflexionado antes. Dije: “Si alguno hubiese puesto veneno en el plato de su madre y a raíz de eso la hubiese hecho morir, si está verdaderamente arrepentido y lo confiesa, Dios, en su infinita misericordia, está dispuesto a perdonarle su pecado...”.
Concluida la prédica, me detuve a confesar hasta medianoche; luego fui a la sacristía y allá estaba otra gente que quería confesarse; había otros confesores, pero todos querían confesarse conmigo, sabían que yo tenía las mangas anchas... y luego porque muchos prefieren confesarse con un forastero: con el párroco o el cura que conocen no van a decir ciertos pecados... A la mañana la comunión había sido casi general, pero a la noche, después de la bendición con el  crucifijo, volviendo a la sacristía, el predicador comprobó que todavía había algunos hombres que, tocados por la gracia de Dios, a raíz de la última prédica, se querían confesar. Por lo tanto terminé de confesar muy tarde. Debía regresar a Tortona porque tenía que enseñar; en aquel entonces les daba clases de italiano a nuestros niños. Aunque estaba cansado, tomé el camino que de Castelnuovo Scrivia conduce a Tortona.
El tiempo era pésimo: era invierno y los alrededores estaban  cubiertos de nieve, la nieve era alta, más aún en ese momento nevaba. Yo me encaminé, a pie, se entiende... a esa hora no estaba más el tranvía; y yo hacía con frecuencia esos nueve o diez km. a pie. Envuelto en mi capa, salí del pueblo sin que me viera nadie: estaban todos en la cama, era noche cerrada, estaba solo por la calle y he aquí que, fuera del pueblo veo moverse delante de mí una sombra negra, que se acercaba hacia mi dirección, en medio del blanco de la nieve. Era la una de la mañana. Era un hombre embozado, envuelto en una capa, con el sombrero apretado en la cabeza: también él caminaba hacia Tortona, pero de un modo que parecía que esperaba a alguien. Cada tanto se daba vuelta y me di cuenta que el esperado era yo.
“Basta, ¿¡quién sabe lo que me sucederá, qué querrá!?” Pensé que era un granjero que volvía a casa desde la iglesia. “Tal vez quiere robarme... ¿Qué me puede sacar?...” Dinero verdaderamente no tenía; si hacía el camino a pie, era porque no tenía cinco liras para un coche, o bien quería ahorrarlas para comprar el pan a mis niños; tenía sólo algunas liras, si era preciso se las daría. Sin embargo un poco de temor sentía... Se acuerdan de Don Abbondio, ¿cuándo encontró a los sicarios? También yo hice el examen de conciencia para ver si había pecado contra alguien: pecados encontré, pero no del tipo de los que atraen la venganza de los hombres. ¿Cómo hacer? Casas, entonces, en ese trecho de camino, no había; ahora hay, pero fueron construídas después.
En breve, porque caminaba rápido, alcancé al hombre y al pasar junto a él, le dí las buenas noches, pero con el corazón lleno de miedo, pues temía  que ese viandante fuese un malhechor. Lo saludé yo primero: “¡Buenas noches buen hombre!”.
Un momento después, me sentí llamar; me dí vuelta y aquel dijo: “Reverendo, quisiera decirle unas palabras...”.
- “¿Está Ud. también de viaje? ¿Va a Tortona?...” dije pronto yo.
- “Verdaderamente no...”.
- “¿Entonces espera a alguien tal vez? ¿Necesita algo?”.
- “Verdaderamente sí...”  Había dicho dos veces “verdaderamente”. Verdaderamente no, verdaderamente sí.
- “Estamos”, pensé.
- “Escuche -me dijo finalmente, ¿Ud. es Don Orione? ¿es Ud. el predicador? ¿el que ha predicado en la iglesia esta noche?”.
- “Sí buen hombre...” Lo había llamado, comprenden, por segunda vez, buen hombre.
El continuó: “Yo escuché su última prédica: Ud. esta noche dijo una palabra...”.
- “Qué palabra?”.
“Ud. esta noche ha hablado de la confesión, de la misericordia de Dios...”  “Sí...” “Bueno, quisiera saber si lo que ha dicho esta noche es verdad”. “¡Pero seguro! Creo no haber dicho nada que no se encuentre en el Evangelio. Yo dije que el sacramento de la confesión ha sido instituído por Jesucristo; que después de su resurrección ha soplado sobre los apóstoles diciendo: Reciban al Espíritu Santo: aquellos a los cuales perdonéis los pecados, serán perdonados...”


Yo pensaba que él quería saber si era verdad que la confesión ha sido instituída por Nuestro Señor. “No, esto; no es esto lo que quiere saber...”. “¿Qué cosa entonces?” “Yo estaba en el sermón... ¿Pero Ud. cree realmente en lo que predica, en lo que ha dicho?”. “Lo que predico -respondí- lo creo y, si no lo creyera, no lo predicaría”. “Quisiera saber -insistió el otro- si es verdad que, si uno hubiese puesto veneno en el plato de su madre, podría ser perdonado por su gran pecado...” Mas yo no recordaba haber dicho esas palabras; sin embargo le dije: “¡Pero sí que es verdad! Basta con que esté verdaderamente arrepentido, solicite perdón al Señor y se confiese; cualquier  pecado, por más grande que sea, será perdonado; si está arrepentido, habría para él misericordia y perdón...” “Entonces -dice- yo soy precisamente aquel que ha puesto el veneno en el plato de mi madre: había discordia entre mi esposa y mi madre, y yo maté a mi madre... ¿Puedo obtener el perdón?...”. Y se puso a llorar.
Me narró su historia, y luego se me arrojó a los pies: “Padre, confiéseme: yo soy precisamente el del plato...” Luego añadió: “Desde ese momento no he tenido más paz. Son tantos años...”
Piensen que ese hombre pudo  llevar siempre consigo su terrible secreto; la justicia humana nada sabía; nadie había dudado de nada sobre el, pero el remordimiento estaba...Era una persona ya de edad. Lo que digo me lo dijo fuera de confesión: nadie podrá individualizar nunca a esa persona, que creo que habrá muerto. “Y bien -le dije de inmediato, confortándolo- por la autoridad recibida de Dios, yo le puedo perdonar ese pecado. ¿Hace mucho tiempo que no se confiesa?”. “Desde entonces no me confesé más”. - “Venga acá”.
Me acerqué a un mojón, quité la nieve que había arriba; saqué también un poco de nieve del piso y dije sentándome en el mojón: “Venga aquí, confiese todas sus culpas desde la edad de la razón hasta ahora, confiese también ese pecado de haber puesto veneno en el plato de su madre”.
Se arrodilló y luego se confesó llorando y le di la absolución; luego se levantó y me abrazó, siempre llorando, y no podía separarse de mí, tanto era el consuelo que lo inundaba... También yo lloré y lo besé en la frente y mis lágrimas se confundían con las suyas... Quiso acompañarme hasta casi Tortona y, sólo ante mi insistencia, volvió finalmente atrás, y yo continué mi camino con una gran consolación, con una alegría en el corazón que nunca había experimentado en mi vida. Yo no sé de donde era, si del pueblo o de las granjas; venía a la prédica mucha gente también de las granjas.
No supe nada más de él. Llegué a Tortona todo mojado; esa noche me quité los zapatos y me arrojé en la cama y soñé... ¿Qué soñé?... Soñé el corazón de Jesucristo; sentí el corazón de Dios, ¡qué grande es la misericordia de Dios...!” (D.O. III, 121 ss).



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