Mario Ivaldi nos cuenta como comenzó el oratorio de Don Orione
“De niño
iba con frecuencia, por orden de mi madre, a la sacristía de la catedral de
Tortona. A la mañana tempranito, me dirigía allí para servir la santa misa a
los distintos canónigos, entre los cuales recuerdo al P. Novelli, al P. Campi y
al P. Ratti, que cada tanto me hacían algún regalo.
Una
mañana temprano -estábamos en el año 1891 y yo tenía entonces doce años- me
vino al encuentro en la sacristía un clérigo, con dos ojos negros, penetrantes:
era el nuevo custodio, que luego supe que se llamaba Luis Orione, de
Pontecurone. Y recibí de inmediato de
él una medalla y una imagen sacra.
Después de haber servido las santas misas, lo ayudé en la limpieza de los
altares y la sacristía y, antes de volver a casa, me tomó de la mano y con
buenas palabras me llevó a su pequeña habitación situada sobre la catedral,
pasando por la escalera que conducía al campanario y al órgano tocado entonces,
en las mayores solemnidades, por el maestro Giuseppe Perosi, padre del gran
músico el P. Lorenzo.
El
clérigo Orione sabía por cierto que yo no había desayunado; me dio un huevo
duro, de los dos que tenía, un poco de pan, higos secos y, recuerdo muy bien,
también una dulce y enorme castaña.
Después
del frugal desayuno juntos, me hizo decir, de rodillas junto a él, las
oraciones, invitándome luego nuevamente, con el permiso de mis padres, a su
habitación a la tarde, después de la escuela, pues me ayudaría con las tareas.
Volví en
efecto y, una vez terminado ese trabajo, me llevó de paseo al castillo. Recuerdo
que tuve de él una buena impresión y hablé de ello con entusiasmo a mi madre la
cual, la mañana siguiente, en la iglesia lo quiso conocer y recibió de regalo
de él, por conocerla, una imagen.
Lo de mi
primer encuentro con Luis Orione era, precisamente, el primer día en el cual él
desempeñaba el encargo de la custodia de la catedral. Yo lo escuché con el
propósito inmediato de seguirlo, porque su voz caliente y persuasiva, su mirada
penetrante, sus sabios consejos encontraron inmediatamente mi plena simpatía. Y
desde entonces procuré cualquier ocasión para tener la suerte de verlo de
nuevo. Por eso seguí su consejo de ir cada día a tomar clases; y si alguna vez
faltaba, venía él a buscarme a casa. Una vez que conocí mejor la gran bondad y
aprecié la sinceridad de Luis Orione, no lo abandoné más” (D.O. I, 637 s.).
El que
escribe así es Mario Ivaldi, el muchacho del encuentro citado anteriormente.
Es
verdad, a ese encuentro Don Orione mismo
le atribuyó más tarde el significado y el valor de un evento importante, como
si en él se le hubiese manifestado definitivamente la configuración de una
aventura que desde siempre le cantaba en el corazón y en la cual se
concentraban desde hacía tiempo, mejor dicho desde siempre, no pocas
ilustraciones superiores y, sobre todo, su incontenible ansia apostólica.
Al
encuentro y a sus sucesivos incrementos, Luis Orione desde ahora en adelante le
dará siempre el significado de fecha de nacimiento de su congregación. Es por
esto que las biografías le dan gran relieve, también, con algún embellecimiento
fantasioso.
El
encuentro de la Cuaresma de 1892 tiene fuerza y valor de comienzo definitivo,
digamos también “carismático”. Es la semilla puesta en el terreno desde hace
tiempo preparado y que, seguramente, dará el fruto.
Mario Ivaldi, primer niño del oratorio |
Como
prueba, he aquí la narración del mismo Ivaldi, redactada muchos años después,
en 1954, cuando todavía el recuerdo vivísimo mantenía intacta la fascinación
también de los detalles de esa simplísima y extraordinaria aventura:
“Iba en
esa época a la doctrina en la Parroquia de San Miguel, de la cual era también
monaguillo; tenía doce años. Allá me encontré con un cura catequista, del
Seminario, de proporciones hercúleas, pero armoniosas, que el pueblo luego apodaba
“el hermoso”. Un día, por una de mis no esporádicas travesuras, ese
seminarista, un cierto clérigo Luigi Gatti, me arrimó, con santa razón, un
sonoro bofetón, que me hizo silbar los oídos. Disgustado, tomé entonces una
decisión: no poner más los pies en la parroquia, transfiriéndome únicamente a la
catedral, para prestar sólo allí mis servicios como monaguillo. Fue
precisamente aquí que, moviéndome entre bancos y armarios y en el ir y venir de
los canónigos, se me acercó un clérigo, de mirada viva y penetrante y sonrisa
afable. Era el sacristán, el amigo clérigo Orione al cual le dije que a la
doctrina en San Miguel no iría nunca más: él trató de persuadirme: pero yo
estaba obstinado en mi decisión... Entre tanto, para calmarme, él me llevó a su
habitación, ubicada en la bóveda grande de la catedral, donde me dio, lo
recuerdo siempre, un plato de castañas secas cocidas y un racimo de uvas pasas,
conservado en una pequeña estera.
Después
de saciarme, me acompañó con mi madre y, ese mismo día, de acuerdo con el
párroco de San Miguel, decidieron que el clérigo Orione me daría la doctrina.
Lo que él hizo a diario. Entre tanto, me había encariñado tanto con él que,
salvo a la hora de las comidas, estaba continuamente en su compañía.
Un día me
dijo: “Escucha Mario, quisiera conocer a tus compañeros, porque deseo formar un
pequeño círculo u oratorio; ¡y luego verás cuántas obras lindas haremos!...” De
inmediato lo contenté, llevando a su habitación a Toni Giovanni, los hijos del
maestro Fiorone, los hermanos Battista y Oreste Remotti, Bagnasco Romolo, Paolo
Ferrari, luego jefe de la tipografía San Giuseppe de Don Orione, y otros de los
cuales se me olvida el nombre.
Después
de conocerlos, preparó para todos, una merienda que fuimos a consumir el día
siguiente, bajo un árbol cerca de la llamada “Tomba di Zambruno”, pero después
de hacer una competencia, propuesta por él, de carrera veloz, en la cual
recuerdo que llegué primero y tuve como premio una pluma para escribir en la
cual estaba encastrada una lente tal que, al mirar de contraluz, se observaba
en el interior un santuario.
Así,
después de mí, otros jóvenes comenzaron a frecuentar la pequeña habitación de
Orione, transformándola a medida que pasaba el tiempo en escuela, en gimnasio y
en sala de juego; y así se formó el primer núcleo. De allí nació la congregación
con cientos de obras desparramadas por todas partes. Pero yo fui el primero, y
eso, para mí, es más que un título de nobleza. Lo he hecho anotar expresamente
en mi credencial de ex- alumno y me presento
a todos con este blasón tan caro para mí” (D.O. I, 64l).
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderBorrar¿Cuál es el libro citado?
ResponderBorrar