Tardecita
de un día soleado.
Mientras
los trabajos de campo no han concluido aún, comienza a advertirse por las
calles del pueblo el típico hormigueo de la jornada que declina: carros que
pasan, campesinos que empujan a las bestias, amas de casa cargadas que caminan
rápido y se dirigen a casa, niños que se asoman de todas partes, voces que se
responden. Es la imagen de la laboriosidad de esa gente fuerte y ruda.
Pero
en la plaza, cerca de la farmacia, hay una reunión de holgazanes que disfrutan,
charlando de todo un poco, sentados en cómodas sillas, ignorando, parece, ese
movimiento que los rodea y que contrasta mucho con su aire de haraganes. Está
el médico del pueblo, el farmacéutico -el estado mayor, se diría- y el
arcipreste. ¿Es posible que no adviertan la discordancia de esa actitud ociosa,
de ese matar el tiempo sin hacer nada, mientras alrededor es una fiesta de
trabajo y actividad? La gente murmura, mirando despechada... Y sigue de largo,
mirando a hurtadillas.
Mas
he aquí que imprevistamente de no se sabe cual calle, aparece un muchachito
todo fuego. No está allí por casualidad. Se ve bien que tiene una meta precisa.
Los ojos relampaguean y el rostro salpica chispas de inteligencia. Tiene en la
mano una enorme rama llena de hojas: parece un trofeo de victoria.
Apenas
llega delante del grupo de haraganes pone en obra su plan, quizás desde hacía
cuanto tiempo concebido y estudiado en los detalles. Dirige a la tierra la rama
cuyas hojas se transforman en una buena escoba y luego a correr por la calle
polvorienta, pasando y pasando delante de esos señores. Una nube de polvo.
Alguna imprecación concitada. Pero el muchachito ya escapó. La reunión se
disuelve con propósitos de justa venganza...
Han
comprendido. Es él: Luis Orione.
Fuente: "Florecillas de Don Orione" de Mons. Gemma fdp
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