¡Almas y almas!
Victoria, cerca de Buenos
Aires,
14 de febrero de 1922.
La primera vez que vine a la
Argentina –era la primera quincena del mes de noviembre pasado–, viajaba en el
“Deseado”, un vapor inglés.
Una mañana, en alta mar,
estábamos sentados a la mesa, cuando de repente se oyó un silbato agudísimo y
el vapor se detuvo. Todos nos miramos sorprendidos y un poco asustados. ¿Qué
pasaba? ¿Había algún peligro? El asombro aumentó cuando vimos que todo el
personal se cuadraba en el mismo lugar en que cada uno estaba, todos en un gran
silencio. ¿Qué pasaba? Era el aniversario del fin de la guerra europea, la hora
en que se había firmado el armisticio. Invitaron a todos a ponerse de pie, a
detenerse, a recogerse y meditar silenciosamente. Yo era el único sacerdote y
estaba entre muchos anglicanos. Me paré, me hice la señal de la cruz y mi
silencio fue una oración por todos y por la paz del mundo.
No sé decir cuánto bien me
hizo ese cuarto de hora de detención en la carrera de la vida y de meditativo
silencio. De ahí me nació el pensamiento de escribir una carta sobre el
silencio. De ahí saqué la idea de disponer de una hora de absoluto silencio al
día, media hora a la mañana y media hora a la tarde. Si Dios me da la gracia,
quiero en adelante educar mi espíritu con más dedicación en la escuela del
silencio y dar a mi vida, cada día y cada año, la palabra, el alivio y el
sostén en Cristo del silencio: “in silentio et in spe erit fortitudo mea”.
No en vano un santo sacerdote
y gran filósofo cristiano pronunció al morir estas altísimas palabras: Sufrir,
callar, gozar. Y San Ignacio de Loyola, así como todos los maestros de espíritu
y los fundadores de Ordenes religiosas, aun de vida activa, recomiendan tanto
el recogimiento y el silencio, especialmente a la mañana y un cierto tiempo por
la tarde. En el silencio Dios habla al alma, en el silencio y en la oración
maduran los propósitos más eficaces y se forman los grandes santos.
Dios es la luz universal, que
ilumina a todo hombre que viene a este mundo, y Jesucristo es Dios y nuestro
divino maestro, pero para entender sus lecciones y para vivir iluminados
interiormente por la luz de Dios, como dice San Agustín en su libro “De
Magistro”, debemos hacer silencio.
Sólo podremos sentir de veras
la luz y la voz del Maestro, que mora en nuestro interior y las palabras de
vida eterna que El tiene, si sabemos estar silenciosos. En el capítulo VIII del
Apocalipsis se lee que cuando el Ángel “rompió el séptimo sello, se hizo en el
cielo un silencio de cerca de media hora”. Creo que el texto sagrado revela un
hecho muy significativo en el cielo de las almas.
El silencio abre
las fuerzas del alma, hace trabajar nuestro espíritu más que años de lectura,
pone en movimiento todo nuestro interior y esclarece el alma y el cuerpo. Las
horas de silencio son, en gran parte, una oración, una oración que da a esas
horas y a toda la vida una gran fuerza moral y toda su fecundidad.
¡Cuántos gérmenes
de nuestro espíritu hace fructificar el silencio! ¡Cuántas verdades hace
brillar en el ánimo con un esplendor suave y al mismo tiempo vivísimo! ¡El
empleo del atardecer, el silencio del atardecer, las horas del atardecer!
Recuerdo algunos años pasados con Don Bosco y los silencios de la mañana y del
atardecer. Y ciertas horas de silencio pasadas en San Alberto, hace veinte años
y el año pasado. ¡O beata solicitud, o sola beatitud! ¡Cuánta paz, cuanta vida,
cuánto Dios en aquella paz, en aquellos silencios de esa bendita soledad! El
silencio trabaja. Hay que hacerlo trabajar, por lo tanto, preparándole su
trabajo también a la tarde.
Esta es una
importante cuestión práctica para la verdadera vida religiosa. He hablado de lo
que se puede llamar la consagración de las primeras horas de la mañana a Dios,
con la oración y el silencio; hablo ahora de la consagración del
atardecer. A esta hora hay que recoger
el cuerpo, el espíritu, el corazón, gastados, disipados fuera de sí mismos; hay
que recoger nuestra vida dispersa y retemplar las fuerzas en sus verdaderas
fuentes del reposo, del silencio, de la oración.
El silencio es
reposo moral; la Sagrada Escritura llega a decir: “El sabio adquirirá la
sabiduría durante el reposo”. Es necesario, ciertamente, el reposo; pero el
reposo es hermano del silencio. El reposo moral es silencio y el silencio
religioso es, para el espíritu, oración, adoración y unión con Dios. La oración
es la vida del alma, y para el espíritu y el alma el reposo es la oración. La
oración es la vida del alma, vida espiritual, vida intelectual y buena, que se
recoge y se vuelve a templar en la fuente, que es Dios. El reposo moral e
intelectual es un tiempo de comunión con Dios y con las almas, y de gozo en
esta comunión.
Al atardecer, nos
sentimos naturalmente impulsados a levantar la mirada y el espíritu hacia el
cielo: recogemos y llevamos a los pies de Dios lo que hemos sembrado durante el
día. Debemos hacer hablar al silencio.
Consagremos en
gran manera el atardecer, así como lo hacemos con la mañana. Consagremos el
reposo, el silencio del atardecer al conocimiento de nosotros mismos, al amor
de Dios y de las almas con la oración; pongamos nuestra alma en comunión con
Dios. Que éste sea un silencio reparador que retribuya a Dios y redoble la
fuerza y la fecundidad del trabajo para el día siguiente. Soledad severa, silencio,
completamente solos frente a Dios.
El atardecer nos
abre el corazón a las esperanzas del cielo, nos ayuda naturalmente a recogernos
en Dios y nos lleva al atardecer de la vida...
Don Orione
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