“Un día fui llamado a Roma para ser recibido en audiencia por el
Santo Padre Pío X. Me presento, y antes de que hiciera la genuflexión, el Papa
me dice:
‘Bien, bien,
prepárate, que mañana te envío a la Patagonia’.
‘Padre santo, ¿cómo hago para marchar mañana? Tengo tantas
cosas entre manos, tengo tantos asuntos que terminar y, además, en la Patagonia, están ya los
salesianos, los hijos de Don Bosco’.
Y Pío X,
sonriendo, me dice:
‘No, no te envío a la Patagonia. Irás a
las afueras de la Puerta
de San Juan: allí es como si te enviase a la Patagonia. Irás
allí y empezarás abriendo una capilla provisional… Será necesario, luego, que
te las entiendas con el jefe superior de la policía y con el gobernador, y,
después, que tú mismo hagas una inspección, porque, por ciertas cloacas también
se encuentran niños recién nacidos abandonados. Ve, ve y verás’.
Cuando salí de la audiencia, pensé – en compañía del
espíritu de San Felipe – en visitar las siete Iglesias, San Pedro, Santa María la Mayor, las catacumbas, San
Juan, para prepararme con la oración y un poco de penitencia, para la obra
santa que se debería realizar en barrio Appio y para atraer sobre el barrio la
protección del cielo y la bendición de la Madre de Dios.
Acabada la visita a las siete Iglesias, di una vuelta por la zona
del Barrio Appio. Era domingo. Por aquí y por allá había tabernas, con los
característicos ramajes en la entrada, y había familias enteras, que comían
alegremente a la sombra de las ramas, y entonces me di cuenta de que también yo
tenía hambre. Compré un poco de pan, con alguna cosa, y me retiré junto a un
árbol para comer. Después de comer me encontraba tan cansado que apenas me
tenía en pie.
Se alquiló un establo de caballos, en el barrio Appio, hemos
mandado hacer el suelo, se pintó de blanco, y hemos mandado hacer dos
confesionarios a los salesianos.
Puesto que aquella capilla no tenía nada que indicase que era una
capilla, habiendo sido antes un establo, ¿qué se podía hacer para atraer a la gente? Llené mis bolsillos de
céntimos y de caramelos, cogí una gran campanilla y recorrimos las calles del
barrio: con una mano tocaba la campanilla y, con la otra, dejaba caer tras de
mí los caramelos y, de vez en cuando,
entre los caramelos, también algún céntimo.
Los muchachos, o mejor aquella muchachada, venía tras de mí, otros
venían a mi encuentro y yo continuaba
impertérrito tocando desesperadamente y tirando delante y detrás caramelos y
algún céntimo, que al caer también hacían ruido, atraían a pequeños y a grandes. A medida que
me acercaba a la capilla, más gente había tras de mí y hacía cola. Sentía que
alguien decía, ‘Ese sacerdote debe estar un poco loco’. Llegados al lugar
adecuado entré en la capilla que estaba abierta de par en par y me coloqué en
el altar. Pero, dado que la muchachada estaba ocupada en quitar el papel a los
caramelos y chuparlos e incluso contarlos, y todo el mundo hablaba, entonces,
en silencio, me puse a mover la boca sin proferir palabra alguna, y hacía
grandes gesticulaciones con las manos, levantando los ojos al cielo, abriendo
los brazos, como cuando predicaba a los locos en Lungara, gesticulando sin
pronunciar palabra. Toda aquella gente, y también los muchachos, al verme
gesticular y creyendo que yo predicaba de verdad, se tranquilizaron poco a
poco, también porque, después de todo, querían saber la razón de toda aquella
vuelta por el barrio, tocando la campanilla. Así pude conseguir que me oyeran.
Y enseguida, en aquellas primeras semanas, realicé setenta matrimonios en tres
días, y también celebré otros bautizos de adultos (Par. 1.11.1903; Par.
24.3.1934).
Es el nacimiento de la primera parroquia confiada a la Congregación, en
Roma, ¡por deseo del Papa!
El barrio Appio es una zona abandonada con hierbas y cañaverales,
algún edificio y muchos cuchitriles, cabañas y grutas recavadas en las canteras
de puzolana. La calle está invadida de carros y otros medios de transporte que
hacen recorridos, por motivos comerciales, entre la ciudad y los castillos
romanos. Los habitantes son pobres, poco o nada religiosos, más bien, con
frecuencia, encendidos anticlericales. Viven al día y como pueden. Completan el
cuadro de miseria y de deterioro las numerosas tabernas, centros de encuentro
de individuos siniestros, y las casas de mala vida. Tiene razón Pío X: al
barrio Appio se le puede también dar el nombre de Patagonia, pero no tiene nada
de ciudad.
El día de la
Anunciación de 1908, da inicio la actividad misionera de Don
Orione y de sus hijos. Un establo limpio y blanqueado, sin cruz y sin campanario
es la primera iglesia de la nueva parroquia. Por su extrema simplicidad y
pobreza la llaman enseguida “el portal de Belén”. En el interior impacta el gran crucifijo sobre el
altar, y, como llamada a la devoción, junto a la entrada, la estatua de la Dolorosa.
Los inicios están bajo la protección de la Inmaculada, una pequeña
estatua puesta para la veneración junto al altar. Don Orione abre, por así
decirlo, el surco. Le suceden en la actividad pastoral y organizativa Don
Sterpi y Don Goggi.
De este humilde inicio, escondido en un terreno, humanamente
hablando, “no idóneo”, brota la flor maravillosa de la Iglesia de “Todos los
Santos” y, como primer fruto, la escuela “San Felipe Neri” que educa en la fe y
en la ciencia a miles y miles de jóvenes.
Fuente: "Dar la vida cantando al amor" del P. Angelo
Campagna.