Tortona, 8 de diciembre de 1922
Fiesta de la Inmaculada
Queridísimos hermanos míos de la Divina Providencia:
¡En el Nombre
bendito de Dios!
De regreso a
Italia, con la mente y el corazón que me parecen más iluminados y dilatados por
la caridad de Nuestro Señor Jesucristo Crucificado, y mientras ya me apresto a
volver a cruzar el océano, si así quiere la bondad de Dios, llego a ustedes,
queridísimos hermanos míos, como hermano y padre que los ama en el Señor, para
hacerles los augurios más afectuosos y los votos más santos con la alegría de
las próximas fiestas natalicias. Son votos y augurios que expreso todos los
días con el alma, con esta alma que vive tanto de su vida, de sus alegrías y de
sus dolores, y que todos los días reza en el altar del Señor, pero que con más
fervor aun rogará por ustedes la Noche
beatísima de Navidad.
¡Cuánto
hubiera querido escribirles a cada uno por separado en esta ocasión! Pero ustedes
mismos comprenderán que me hubiera sido imposible. Por lo que, abrazándolos a
todos espiritualmente, me resulta gracia suavísima escribirles a todos juntos,
con ese dulce afecto de hermano y de padre en Cristo, que sólo Dios conoce.
Les diré que
hasta me parece muy hermoso tenerlos aquí a todos delante y en el corazón,
todos en el altar, reunidos en esta dulce Navidad alrededor de Jesús Niño, y
decirles a todos la misma palabra de caridad, que tan suavemente nos une; de
esa caridad que tiene tan largos brazos que no ve ni montes ni mares, ni
límites ni barreras de nacionalidad, sino que nos aglutina a todos - como dice
la Escritura que sucedió con los corazones de Jonás y de David- y hace de todos
nosotros un solo corazón y un alma sola, por la vida y por la muerte y más
allá, porque en la caridad se sirve de Dios y el hombre se eterniza.
¿Hay acaso
gozo más sentido, consuelo más elevado y espiritual, vida más sublime, paz y
felicidad mayor, que la santa caridad del Señor y Dios Nuestro Jesucristo? ¡Qué
dulce es amarnos en Jesucristo!
Pero en estos días de Navidad, en los
cuales las almas cristianas sienten los puros gozos de la fe y de la caridad de
Jesús y la mística poesía que exhala del Pesebre, al que llegan peregrinando
los pobres, los simples, los pastores, y sobre el cual vuelan y festejan los
ángeles, en medio de la luz y del canto del Gloria, y anuncian la paz de Dios a
los hombres de buen voluntad; en estas gozosas solemnidades no solo mando
augurios de todo bien, de toda consolación celestial, a todos y a cada uno de ustedes,
hermanos e hijos míos y corona mía, sino que mientras formulo los más
fervientes votos por ustedes, pongo a los pies de Dios una gran oración, que es
amor de caridad: la misma oración que Cristo elevó por sus discípulos y
apóstoles antes de dejarlos: “Padre Santo, cuídalos, el Nombre que tú me diste,
para que sean uno, como nosotros” (Jn. 17, 11).
Haz, oh Señor, que seamos una
sola cosa con ti, que todos estemos siempre con ti, en tu adorable Corazón.
Niño Jesús, Jesús Amor, danos tu dulce
bendición. Amén.
Don
Luis Orione