Había una vez un rey, un rey potente y prepotente, quien, a la cabeza de las hordas mongólicas, salió de los confines del reino y entró en los países vecinos, pasando a hierro y fuego aldeas y ciudades y llevando consigo esclavos a los pobladores que su masacre no había podido masacrar; ante su presencia, huían hasta las bestias; tras él no dejaba más que sangre, ruinas y muerte.
Hizo esculpir sus gestas en las rocas de los montes, para que su nombre y fama infundieran terror también a las generaciones por venir. Cuando sintió que se aproximaba a su fin, se hizo construir un gran mausoleo, destinado a ser su tumba eterna; las piedras eran colosales, verdaderos bloques de durísimo pedernal, excavados en el seno de montañas gigantes. Quiso que su cuerpo fuera embalsamado con esencias preciosas, para que la muerte no lo tocase; los siglos lo debían ver pasar inalterado, invulnerable también ante la muerte. Ordenó además que en el puño le pusieran su daga y en el brazo el escudo y que le calaran la visera sobre la frente soberbia y fiera, terrible y espantoso aun muerto.
Pero su nombre no perdura entre nosotros más que en algún diccionario, en los viejos y polvorientos libros de historia, papeles inútiles para nuestros estudiantes.
Quien lee su nombre, si por casualidad lo encuentra, se pregunta, como se preguntaba el Don Abbondio manzoniano de Carnéades: ¿quién era éste? Su nombre ya no vive entre nosotros: ¡Gengis khan! Aunque oigamos hablar de él, uno de los más grandes conquistadores del mundo, nuestro rostro no se ilumina y nuestro corazón no late.
Las lluvias y las intemperies han destruído hasta la última piedra de su monumento, y los más tenaces arqueólogos han buscado en vano entre las ruinas la tumba ya inexistente del terrible mongol.
La arena del desierto ha borrado sus rostros y el ala vengadora del tiempo ha destruido su nombre, si bien estuvo gravado en la piedra viva de aquellos mundos que vieron pasar al triunfador, que oyeron retumbar los valles a los gritos de sus asaltos salvajes y la tierra temblar y gemir bajo el pie de su elefante.
Pero una vez hubo otro rey, un rey suave y más que rey y señor, padre dulce de su pueblo. No tenía soldados y no los quiso tener nunca. No derramó la sangre de nadie, no quemó la casa de nadie. No quiso que su nombre estuviera grabado en las rocas de los montes sino en el corazón de los hombres. Un rey que no hizo mal a nadie y sí bien a todos, como la luz del sol que da sobre los buenos y sobre los malos. Extendió la mano a los pecadores, fue a su encuentro, se sentó y comió con ellos, para inspirarles confianza, para rescatarlos de sus pasiones, de los vicios y, una vez rehabilitados, encaminarlos hacia la vida honesta, el bien, la virtud.
Pasó dulcemente la mano sobre la frente febril de los enfermos y los sanó de toda debilidad. Tocó los ojos de los ciegos de nacimiento y éstos vieron, ¡y vieron en él al Señor!
Tocó los labios de los mudos, y hablaron ¡y bendijeron en él al Señor! A los sordos les dijo: "¡Oíd!" y oyeron; a los leprosos y a los desechos de la sociedad les dijo: "iQuiero limpiarlos!" y la lepra cayó como escamas y quedaron limpios. Llevó al tugurio la luz del consuelo y evangelizó a los pobres, viviendo en el pueblo más mísero de Palestina.
No buscó entre los grandes a quien lo siguiera ni exaltó a los potentes de la inteligencia, del brazo o de la riqueza, sino a los humildes y a los pobrecitos, paupérrimo también él. "Los zorros tienen su cueva y los pájaros el nido, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde posar su cabeza". Vivía frugalmente, habituando a sus seguidores a la disciplina de la mortificación, de la oración, del trabajo, para fortalecerlos en la vida del espíritu. Se mortificó, rezó, trabajó largamente, santificando así, con sus manos y con su vida, el trabajo.
De aspecto simple, amaba la pureza, reacia a cualquier adorno; era tal la santidad de su vida y de su doctrina, que hubiera bastado para demostrar que era el enviado de Dios. Sus ojos y su frente estaban iluminados por tanta beatitud celestial que ninguna persona honesta podía sentirse infeliz después de haber visto su rostro.
A quien le preguntaba cómo había que vivir, respondía: "Amad a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a vosotros mismos; desprendeos de lo superfluo para darlo a los pobres y si queréis ser perfectos renegad de vosotros mismos, abrazad vuestra cruz y venid, ¡seguidme!"
A la muchedumbre que lo rodeaba para escucharlo o porque una estupenda virtud curativa emanaba de El, le decía palabras de sobrehumana dulzura y de vida eterna: "Os doy un nuevo mandamiento: amaos recíprocamente en el Señor y haced el bien a quien os hace el mal".
De los niños dijo que sus ángeles ven siempre el rostro de Dios y que será bienaventurado aquél que sea siempre niño en su corazón, que sea puro como los niños. Bendijo la inocencia y amó a los niños con un amor altísimo y divino, tanto que gritó, si bien nunca alzaba la voz: "¡Ay de aquellos que escandalicen a los inocentes...!"
Multiplicó el pan, pero no para sí sino para las muchedumbres. No hizo llorar a nadie; lloró El por todos, y lloró sangre. Secó las lágrimas de muchos y de muchas almas perdidas.
Dijo a los cadáveres: "¡Levantaos!" y a esa voz omnipotente la muerte fue vencida, los muertos resucitaron a nueva vida. Tenía para todos una palabra de perdón y de paz; a todos infundió un soplo de caridad restauradora, un rayo vivificante de luz, superior, divina.
Inicuamente perseguido y traicionado, aun en la cruz invocó del Padre celestial, con gran voz, el perdón para los bárbaros que lo habían crucificado. El, que había hecho volver a poner la espada de Pedro en la vaina, que no había derramado la sangre de nadie, quiso dar toda su sangre divina y su vida por los hombres, sin distinción de judío, de griego, de romano o de bárbaro: ¡verdadero rey de paz, Dios, Padre, Redentor de todos!
Quiso morir con los brazos abiertos, entre el cielo y la tierra, llamando a todos "ángeles y hombres" a su Corazón abierto, desgarrado, anhelando abrazar y salvar en ese Corazón divino a todos, todos, todos: ¡Dios, Padre, Redentor de todo y de todos!
No, Jesús no quiso construir un monumento fúnebre, como Gengis Khan, como los antiguos reyes; sin embargo, por todas partes se ve levantarse al cielo, en las grandes ciudades y en los pequeños pueblos, una casa consagrada a su memoria; aun allí donde no hay moradas humanas, en las nieves eternas, se alza la capilla "tal vez una pobre choza muy parecida a la gruta de Belén", y sobre ella, solitaria, hay una Cruz que recuerda la obra de amor y de inmolación de Jesucristo Nuestro Señor. ¡Esa Cruz habla a los corazones del Evangelio, de la paz, de la misericordia de Dios hacia los hombres...!
¡No me vencieron sus milagros ni su resurrección, sino su Caridad, esa Caridad que ha vencido al mundo!
Hoy, en el mundo entero, se celebra la "Navidad", la "Sagrada Noche" del "nacimiento de Jesús". Y en todas partes hay una alegría serena, una gran, universal alegría.
Es la dulzura de Dios que se hace sentir, es la santa potencia de la bondad del Señor, que es más grande, ¡oh, sí! mucho más grande y duradera que el ruido de todas las batallas de este mundo, de todos los conquistadores de esta pobre tierra.
La bondad del Señor nos atrae sacándonos de entre los áridos y dolorosos extravíos de la vida; la celeste claridad de esta mística noche santa de Navidad atrae hasta a las almas más alejadas "caminantes extraviados o desfallecientes", como atrae la claridad de la casa paterna en el bosque oscuro. ¡Oh, divina luz del Niño Jesús! ¡Ah, suave y santa bondad de Dios y de la Iglesia de Dios!
Hermanos, seamos buenos con la bondad del Señor y de esa manera no temáis nunca que vuestra obra se pierda: toda palabra buena es soplo de Dios; todo santo y gran amor de Dios y de los hombres es inmortal.
La bondad vence siempre; a ella se le rinde un culto secreto aun en los corazones más fríos, más solitarios, más lejanos. El amor vence al odio; el bien vence al mal; la luz vence a las tinieblas. Todo el odio, todo el mal, todas las tinieblas de este mundo, ¿qué son ante la luz de esta noche de Navidad? ¡Nada! ¡Delante de Jesús, y de Jesús Niño, son realmente nada!
¡Reconfortémonos y exultemos en el Señor! La efusión del Corazón de Dios no se pierde por los males de la tierra, y el último en vencer es El, será el Señor. ¡Y el Señor vence siempre con la misericordia!
¡Reconfortémonos y exultemos en el Señor! La efusión del Corazón de Dios no se pierde por los males de la tierra, y el último en vencer es El, será el Señor. ¡Y el Señor vence siempre con la misericordia!
El que vence de otra manera pasa y no se habla más de él. Pasan los reyes, pasan los conquistadores de la tierra, caen las ciudades, caen los reinos; polvo y hierba cubren el fausto y las grandezas de los hombres y los vientos y las lluvias destruyen los monumentos de sus civilizaciones. "...Los bueyes, en las urnas de los héroes, pagan la sed", cantó Zanella.
Todo pasa, sólo Cristo permanece. Es Dios, y permanece. Permanece para iluminarnos, para consolarnos, para darnos con su vida su misericordia. ¡Jesús permanece y vence, pero con la misericordia!
¡Bendito sea eternamente tu nombre, oh Jesús!
Sac. Orione d.D.P.
De un saludo natalicio a los benefactores. Navidad 1920