El 3
de abril 1940, en la Catedral de Buenos Aires, se organizó el funeral solemne a
un mes de la muerte de Don Luis Orione, y la persona más adecuada para hacer
la oración fúnebre fue el P. Rodolfo
Carboni, que conocía y admiraba a Don Orione con una intuición singular de su
alma y de su accionar.
Mis hermanos:
No me encuentro, a Dios gracias,
debiendo hablaros de Don Orione, en la difícil situación de aquellos que junto
a un féretro cubierto de flores que han comenzado a marchitarse ya, crean con
sus palabras la corona artificial de virtudes que el muerto desconoció.
Libremente y con facilidad podemos hablar de quien, muerto él, sus mismas obras
alaban y engrandecen; y más difícil resulta moderar el elogio que encontrar
materia para tributárselo. Tan hermosa era el alma de este sacerdote, y de tal
modo se han manifestado sus virtudes singularísimas. Hablamos de lo que hemos
visto y de lo que hemos oído; de lo que vosotros mismos habéis palpado, y de
quien, al evocarlo con mi palabra, vosotros tendréis la representación que
vuestros mismos recuerdos despertará como testimonio de conformidad.
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P. Robdolfo Carboni y Don Orione |
Don Orione, Varón
de Dios
Considerando la vida de Don Orione,
dos cosas singularmente impresionan al espíritu: por una arte que sin dotes
naturales extraordinarios haya hecho cosas en verdad maravillosas, y haya
movido maravillosamente a las almas, por otra como se abandona totalmente al
cuidado de la Providencia Divina y cómo la Divina Providencia le asiste en
todas sus cosas. Con lo primero muestra el Señor cómo ha elegido lo enfermo y
flaco según el siglo y lo que no es, para confundir a lo que es y significa
algo según el mundo, y con lo segundo cómo Dios cuida de los que han arrojado
en Él todos sus cuidados.
Todos los que hemos conocido a Don Orione sabemos que eso que
constituye poder en el orden natural, él no lo tenía, o carecía de él por lo
menos para hacer todo lo que hizo y con la eficacia que lo realizó. Al
contrario, todos reconocían admirados que sin el brillo de una inteligencia
soberana, con aquella su apariencia de campesino, ejercía sin embargo sobre los
que se le acercaban una influencia notable, logrando atraer y conquistar con
una simpatía profunda que despertaba en las almas de los que le trataban.
Poseía es verdad una fuerza de voluntad extraordinaria, manifestada desde la
niñez, y acrisolada por un espíritu de sacrificio incomparable, que le haría
vencer las dificultades que la pobreza o la falta de salud, la contradicción de
los hombres o la voluntad de Dios pondrían en su camino. Voluntad que en un
temperamento ardiente como el suyo era capaz de las resoluciones más heroicas.
No le faltaban condiciones de inteligencia más que medianas, ni los estudios a
que se aplica todo sacerdote celoso de la custodia de la ciencia de Dios. Pero,
¿qué es todo eso en un mundo que admira la fuerza, que se rinde al oro, que
busca el origen y el lustre de un apellido, y que siente la fascinación de un
exterior luciente, y que no solo no admira lo que es humilde, pero que ni
siquiera lo comprende, y hasta lo desprecia? La fortaleza de Dios se ha
manifestado en la debilidad del hombre, y una vez más se nos ha dado la lección
de que en vano es multiplicar los recursos, acudir a los progresos y servirse
de todos los medios humanos para las obras de Dios, si no se mantiene y
perfecciona continuamente esa adhesión interna del alma con la Divina Gracia
mediante la cual el hombre que trabaja logra que no sea vano su esfuerzo,
porque ha conseguido que Dios edifique. Ha habido un manifiesto superávit entre
lo que era y lo que tenía Don Orione y lo que ha logrado de obra sobrenatural.
¿Y quién sino la Divina Providencia, ha contribuido con el excedente favorable?
Don Orione,
Varón de Fe
¡La Divina Providencia! ¿Es que
podríamos hablar de Don Orione sin referirnos a ella? El mismo llamando a su
Congregación, obra sin dada entre todas las sumas más queridas, la denomino con
aquello que más tenía en su corazón: Hijos de la Divina Providencia; y la
fundación realizada por él de varios cottolengos, nos muestra su profunda
afinidad con San José Benito Cottolengo, el autor de ese perenne milagro de la
Divina Providencia que es la Pequeña Casa de Turín, que desde joven ha podido
conocer en la ciudad a que se trasladó para ingresar en el Oratorio de Don
Bosco, y que habrá inspirado sin dudad junto con las lecciones recibidas al lado
del santo fundador de la Congregación Salesiana, era su inalterable y vivísima
confianza en la Divina Providencia. Estas consideraciones me traen el recuerdo
de las palabras que Jesucristo dirige a los Apóstoles: “Cuanto yo os envié sin
dinero y sin calzado, por ventura os faltó alguna cosa? Nada, respondieron
ellos”.
Este varón vino sin nada a trabajar en la casa del Padre y nada le
ha faltado. Desprovisto de toso lo que podía exigir al mundo tuvo lo único
necesario para Dios y esto explica su extraordinario éxito.
No le faltó a Don Orione lo que debía permitirle la realización de
sus proyectos, y no faltará lo necesario para que su obra se perpetúe, porque
no ha edificado sobre fundamente humano. Falla la providencia de los hombres,
jamás la Divina Providencia. Sobre ese fundamento ha edificado este varón
ejemplar.
Pero no se confía de tal suerte en
el socorro del Señor, en esa medida, o mejor dicho así sin medida, sin estar
animado por una profunda fe y vivir del alma de esa fe, sin la cual vanamente
esperaríamos. Toda la vida de este sacerdote da testimonio de que vivió de la
fe, y que iluminado por ella orientó toda su existencia que puede ser
presentada como un modelo de santidad sacerdotal.
Sin duda que de lo vivo de esa
virtud, provenía el que practicara tan excelentemente todas las demás.
Don Orione,
dechado de todas las virtudes
MORTIFICADO, cuantos le han conocido mejor, hablan hasta del exceso
de sus austeridades, principalmente en su juventud, que debió moderar más
tarde, forzado por la prudencia que reclamaba el cuerpo ya al extremo fatigado
por la edad y las privaciones.
Quien que haya hablado con él con alguna frecuencia, y le haya visto
a punto de sucumbir en medio de la conversación al sueñe que le reclamaba para
el descanso, no recordará a San Juan Bosco, rendido de fatiga, durmiendo en una
antesala o en medio de la comida que se ofrecía en su honor? Había hecho del
trabajo, prolongado en las largas vigilias nocturnas, una ley de abnegación y
sacrificio.
VARÓN DE ORACIÓN, la practicaba en
todo momento; no le hemos encontrado siempre en oración? ¿De dónde provenía
sino aquel su habitual recogimiento, que era algo característico en él, y que
él avivaba sin cesar por esa plegaria actual a que invitaba a los que iban a
consultarle antes de dar su consejo? ¿Qué es lo que transfiguraba a este hombre
de un exterior si se quiere hasta tosco, y le presentaba agradable, atrayente y
como envuelto en un ambiente de serenidad comunicativa? Era que la mirada
interior la tenía siempre dirigida al Señor por el hábito de la oración, y una
dulce paz le bañaba desde lo alto haciendo que una sonrisa bondadosa iluminara
su fisonomía siempre paternal. Ni provenía de otra fuente su constante alegría,
esa alegría que él quería que todos los buenos hijos de Dios fuesen sembrando
en su camino. Camino de los que pisan con la planta ensangrentada las espinas
de la tribulación y el sacrificio y se gozan en el corazón de sufrir algo por
el que sufrió hasta la muerte por ellos.
En cuanto a la HUMILDAD, Don Orione
era tan humilde, y tanto quería que lo fuesen sus hijos y sus hijas, que si
ellos no se aplicasen con empeño a lograrla serían una negación viviente del
espíritu de su fundador. Su humildad impresionaba hasta a los indiferentes; era
exenta de toda afectación, con ese encanto de una sencillez del todo
evangélica. Respiraban humildad sus juicios, sus actitudes, sus mismos
consejos; su reverencia suma por la jerarquía de la Iglesia. No era posible
vivir cerca de Dios como vivía él sin estar penetrado profundamente del
sentimiento de la propia nada, que con tanta más luz se percibe cuando más se
avecina el alma a la luz increada.
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Retiro Espiritual predicado por el P. Carboni en Villa Dominico, enero de 1936 |
Don Orione, Varón
de Caridad
San José Benito Cottolengo tomé como
emblema de la Pequeña Casa de Turín la palabra de San Pablo: “Charitas Christi
urget nos”, y Don Orione repetirá estas palabras como el motivo inspirador de
su ardiente caridad, y de la que debe animar a los suyos. Ardiente por
temperamento, el fuego del amor de Dios comunicará nuevo ardor a su alma. ¿Y
quién que le haya oído predicar no ha sentido el hálito de ese fuego interior
que tocaba las almas? Por eso su predicación era tan eficaz y era tan común oír
repetir a los que le habían escuchado: verdaderamente habla como un santo. Es
que un gran fuego no se puede esconder, y su palabra inflamada traducía en
lenguaje a todos inteligible el idioma del Dios de la caridad. Por eso hablaba
como un joven, renovada en interior juventud la fortaleza de su alma por el
Espíritu que comunica la vida de todo ser. Ni otra cosa le movió en su
prodigiosa actividad caritativa para con el prójimo que el vigor y la
excelencia de esta amor para con Dios. Y cuál ha sido la naturaleza de esa
actividad caritativa y hasta dónde se ha extendido, sin contar lo que
personalmente y directamente ha sido para cada una de las innumerables almas
que se le han acercado, lo pregona el número y la naturaleza de las obras
creadas para remediar tantas miserias de la sociedad moderna; en particular
estas fundaciones que a semejanza del Cottolengo de Turín son una providencia
viviente para el pobre y el enfermo. ¡Cuántas veces lo hemos oído compadecerse
con paternal solicitud de las miserias que no podía remediar y lamentarse de la
incomprensión de los ricos que condenaban la benéfica actuación de la Iglesia a
favor del proletariado! ¡Y cómo animaba al contrario a los sacerdotes que fieles
al espíritu del Evangelio y dóciles a las enseñanzas de los Pontífices,
recordaban a los poderosos sus deberes para con los humildes y los
desheredados, y a quienes trataban de acercarse para conducirlos a la casa del
Padre común. Esa misma caridad para con el prójimo le inspiró que su
congregación fuera principalmente para los pobres y sirviera de instrumento de
regeneración de la clase trabajadora abandonada a las directivas de los
propulsores de la lucha de clases. Esto explica mucho el carácter propio de los
religiosos de Don Orione y porque en el año 1930 al inaugurar en Tortona el
nuevo templo de N.S. de la Guardia, hizo encabezar la procesión solemne por
unos treinta clérigos estudiantes, llevando cada uno sus instrumentos de
trabajo: palas, baldes, picos, cucharas de albañil, etc., a manera de trofeos,
para cristianizar el trabajo o mejor dicho el aprecio y estima del mismo frente
a la tendencia monopolizadora del socialismo que pretendía haberlo dignificado.
Consoló a tantos, ayudó a tantos y ha
hacho tanto bien a la sociedad que él mismo pudo escribir: soy un estropajo
llevado adelante por la mano misericordiosa de Dios que se vale de él para
enjugar llantos y dolores. Las Congregación de las Misioneras de la Caridad,
fundada también por él sugiere ya con su solo nombre la finalidad que tiene.
Don Orione,
deseoso de Santidad y Varón Santo
Lo que hemos dicho, mis hermanos, es
suficiente para comprender que un afán de santidad animaba toda su vida. Desde
niño se lo vio aplicado a conseguirla, y esa voluntad extraordinaria que poseía
no abandonará jamás tal propósito, que quiere que sea también el ideal de todos
los que serán de algún modo sus hijos, y si busca con aquel su grito de
conquista: ¡Almas y almas! Nuevos seres, será para infundirles el deseo
ardiente de santificarse amando cada vez más a Dios. Y el ejemplo de su vida,
sus consejos, su predicación, el atractivo sorprendente de su persona rodeada
de algo sobrenatural atraerán al camino de la virtud. Y nadie que se haya
acercado a él habrá dejado de experimentar esta influencia que no era de la
tierra, y que ablandaba los corazones endurecidos por el pecado, y abría las
manos para la limosna. Al lado de Don Orione uno se sentía más cerca de Dios.
Esto nos explica el sorprendente movimiento obrado a su alrededor, y que no era
fruto de novelerías; se le buscaba para tener el consuelo de verle, para
aconsejarse, para que atendiese a los enfermos, para que socorriese a los
necesitados. Se tenía la impresión de que pasaba un santo, y todos querían
encontrarse en su camino. Y esto no puede sorprendernos, porque una carta
llegada ayer de Italia nos dice que el paso de su cuerpo desde San Remo donde
murió hasta Tortona y a través de Génova y Milán ha sido un verdadero paso
triunfal, en medio de repiques de campanas y de aclamaciones de los fieles.
Cada uno dirá lo que haya
experimentado en el trato con Don Orione, yo que tuve el consuelo de ser
recibido varias veces por él, aquí y en Italia, confieso que con nadie tuve
nunca como con él la impresión de que hablaba con un hombre que estaba muy
cerca de Dios, muy unid a Él.
Su confianza en la Divina
Providencia, su amor a la Sma. Virgen y al Papa él lis ha manifestado en todas
partes, así como el ideal sagrado de las vocaciones al sacerdocio, de los niños
pobres. Este amor al Papa le inclinó a llamar en un principio a su obra:
¨Compañía del Papa”, que más tarde llamó: “Pequeña Obra de la Divina
Providencia”. Pio X, por quien Don Orione sentía una verdadera devoción,
comprendió muy pronto el espíritu de la nueva fundación y animó a su joven
fundador. Los distintos lugares que Don Orione eligió para emitir sus votos
religiosos caracterizan el espíritu de que estaba animado. El primer año hizo
sus votos en la capilla de la cárcel, porque quería ser como San Pablo,
prisionero de Cristo. EL segundo año los hizo en la capilla del hospital por la
misión a que había de consagrarse entre los pobres y los enfermos; y el tercer
año en manos del mismo Pio X como señal de su inconmovible adhesión al
Pontificado y a la Iglesia.
La lección que
nos da Don Orione
Pero Don Orione que decía que él no
había fundado nada, que la fundadora de la Congregación era la Sma. Virgen, que
todo se debía atribuir a Dios, a la Divina Providencia, no nos perdonaría que
hablando de él no sacásemos una lección de amor de Dios, de confianza en su
Providencia paternal. Por eso acercándome al término de esta oración vuelvo a
los que decía al principio: hay desproporción notable entre lo que constituía
el natural de Don Orione y lo que ha logrado, entre lo que sería su pura
capacidad humana y lo que ha hecho de un orden trascendental sobre las almas y
sobre buena parte de la sociedad. Una vez más el Señor ha hecho patente su
acción, para confundir la soberbia del siglo que se fía en su necia
suficiencia, y para demostrar que Él está con los humildes.
¡Y qué ejemplo de confianza en la
Divina Providencia el que nos da Don Orione! Muy cerca tenía el ejemplo de Don
Bosco a quien había conocido personalmente y en cuyo oratorio estuvo cinco
años, y tenía en el Cottolengo de Turín a la Providencia hablando sin cesar por
la boca de ese pueblo de mendigos que comían todos los días su pan, y siguen
comiéndolo, sin necesidad de recurrir a la providencia falible de los hombres.
San José Benito Cottolengo, San Juan Bosco, Don Orione, estos tres varones de
Dios, dan satisfacción a la Divina Providencia, en los últimos tiempos, de los
ultrajes repetidos que le ha inferido un mundo de incrédulos al confiar en el
hombre que pronto caerá, lo que solo se debe confiar al cuidado paternal de un
Dios de bondad y misericordia.
¡Cómo había tratado Jesucristo de
apartar a los suyos de esas preocupaciones excesivas de lo material, que quitan
la libertad de espíritu! “¡Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y
todo lo demás se os dará por añadidura!” “No andéis cuidadosos por el día de
mañana”. La práctica de su vida confirmó esta doctrina, y cuando envía en
misión a los Apóstoles les prohíbe llevar con ellos “ni bastón, ni saco, ni
dinero, ni dos vestidos”; en la última Cena recordándoles lo que les había mandado
les dirá “Cuando fuisteis enviados sin bolsa, sin saco y sin sandalias, os
faltó alguna cosa? Y le respondieron: Nada!” ¡Qué bien supo ponerse en manos de
la Providencia Don Orioen, que la ha encontrado fiel como la encontraron los
Apóstoles a quienes nada faltó, y nos enseña a nosotros a confiar en ella para
que nada nos falte! Hermanos míos recordad la exhortación del Apóstol Pedro:
“Descargad en el Señor todos vuestros cuidados, porque él tiene providencia de
vosotros”.
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P. Rodolfo Carboni |
Conclusión
Los que habéis conocido a Don
Orione, y que con palabras que compendian toda ponderación decís: era un santo;
recordadlo bien. Recordad su sonrisa paternal y llena de bondad, la alegría, el
consuelo que esparcía a su alrededor, la atmosfera de paz que le circundaba, la
admiración reverencial con que le mirabais y aspirad a los que he hacia ser
así. Imitadle en su humildad, en su mortificación; huid de las locuras del
mundo entregado a la sensualidad para saborear las alegrías interiores, fruto
madurado en el recogimiento de la oración. Practicad la caridad; ayudad a las
mismas obras fundadas por él para que vuestra admiración por su persona sea
fecundada en méritos delante del Señor que reputa por hecho a sí mismo lo que
se ha hecho por los pobres y por los enfermos.
Y ahora, oh Señor Dios, qué haremos
para terminar, sino alabar tu mano misericordiosa y providente, que así como
hacer lucir el sol sobre la tierra y envía a sus tiempos la benéfica lluvia,
enviando varones como éstos a la tierra, reseca por el egoísmo y la impiedad,
nos envías un rocío que refrigera y conforta, una luz que alegra en las
tinieblas, como las primeras claridades de una aurora. Por eso Señor, y por la
intercesión de tu Hijo Jesucristo, te bendecimos y te alabamos, repitiendo lo
que éste tu siervo, a quien recordamos con tanto amor, y que pensamos que goza
ya de Ti, te repetía muchas veces desde el fondo de su corazón inmensamente
agradecido y henchido de tu santa caridad: Deo gratias, Deo gratias.
Fuente: Boletin "Pequeña Obra de la Divina Providencia" - Abril de 1940