miércoles, 15 de febrero de 2012

La unión con Dios, secreto del apostolado


      ¿Cuál es el gran secreto para triunfar en las obras de apostolado, para obtener resultados satisfactorios en nuestro trabajo?
         Todo arte tiene su secreto. Ustedes, que van a la escuela y tienen alguna noción de arte, ustedes saben que una escuela se diferencia de la otra. La escuela de Rafael tenía un determinado modo de forjar las figuras, tenía su secreto; y así la de Giotto, de Michelangelo, de Leonardo Da Vinci. Y así dirán también de los caudillos; cada uno tenía y tiene su «secreto» para triunfar, vencer, alcanzar la cima, batir el record.
          Y bien, ¿cuál es el secreto para triunfar en el apostolado de la educación cristiana, en el campo de la caridad cristiana? Se los enseñaré esta tarde.
          El secreto es este: la unión con Dios, vivir con Dios, en Dios, unidos a Dios, tener siempre el espíritu elevado a Dios. En otras palabras, es la oración intensa, según la definición de Santo Tomás: ¡ella es el gran secreto!
          Santo Tomás define la oración elevatio mentis in Deum: la oración es elevación de nuestra mente a Dios.

     
           La oración es el gran medio para alcanzar buenos resultados en todo lo que respecta a nuestra vida religiosa; la oración es la gran fuerza que todo vence, el gran medio para lograr quod nos et quod alios, para perfeccionarnos a nosotros mismos y para difundir el bien en las almas de los demás.
         La unión de nuestra alma, de nuestro espíritu a Dios es el gran medio para lograr, para hacer preciosas todas nuestras acciones! Todo lo que así se hace, se transforma en oro, porque todo se hace para la gloria de Dios y todo se vuelve oración.
        Nosotros, aunque crecidos, diría, en la oración, no siempre tenemos la idea y el concepto de la oración; de lo que sea verdaderamente la oración. La oración es el arma más grande, la mayor fuerza moral, el mayor secreto para triunfar en todos los senderos de la vida cualquiera que sean: este gran secreto es la unión con Dios; la oración que es elevación, y no mecanismo, que debe ser como es, una unión con Dios. ¡Cuánta razón tenía aquel grande que dijo: «el hombre vale tanto cuanto reza»; y ustedes valen tanto como oran!
          Cuanto más nosotros nos sentimos estrechados, a Dios, cuanto más nosotros, débiles, estamos apegados al más fuerte, a Aquel que todo lo puede; más estaremos unidos a Él, seremos más fuertes en el espíritu. Cuanto más humildes seamos, más humilde será nuestra oración, que es la primera condición. No por nada tenemos, en el Evangelio, la parábola del fariseo y del publicano.
         Sabemos cuál era la oración del fariseo, tan orgulloso y lleno de sí: Yo no soy como los demás... ¡Te agradezco Señor!...
          Y conocemos la otra, la del publicano: ¡Señor, ten piedad de mí!
          ¡Oración humilde la del publicano y confiada!
      ¡Es necesario tener fe! ¡Es necesario tener fe!... No por nada, muchas veces, Jesucristo en el Evangelio dice: ¡Tu fe te ha salvado!
         La oración debe tener alma y el alma de la oración es la fe: la fe, que todo lo alcanza y que mueve montañas; la oración, que no se limita a una hora, sino que debe ser la laus perennis, la oración que no pone límites, que deja a Dios su libertad, que no quiere atar las manos de Dios. Ustedes tienen presente el concepto de la Providencia materna de Dios, que quiere ser implorada, aunque conoce todas nuestras necesidades y las quiere satisfacer.


        ¡Es necesario orar! ¡Se vale tanto, cuanto se ora!  ¡Se crece, en la medida que se reza! Y, si muchas veces sucede que se obtiene sin rezar, entonces el hombre edifica un sepulcro para sí mismo. Dice Tasso:
No edifica aquel que desea imperios
fabricados sobre cimientos mundanos...
¡Mas bien mueve ruinas, donde él, oprimido
sólo ha construido un sepulcro para sí mismo!*
       Estos versos de Tasso son la traducción del Nisi Dominus aedificáveris domun, in vanum laboravérunt qui aedíficant eami. «Si Dios no edifica la casa, en vano trabajan los albañiles». No pongan el primer empeño en el estudio, no lo pongan en la literatura; no, en las ciencias, ni siquiera en la filosofía ni en la teología como ciencia en sí misma; sino pongan su primer empeño en la oración, en la plegaria.
       Que nuestra oración se eleve a Dios como una nube de incienso, por usar una expresión del profeta David; dirigátur, Domine, orátio mea sicut incensum in cospectu tuo, elevátio mánuum meárum sacrificium vespertínum... Suba a Tí, Señor, mi oración como incienso en tu presencia, sea la elevación de mis manos como sacrificio de la tarde... Sea como el incienso perfumado que todos los pueblos quemaban delante de los trípodes y de los altares de sus divinidades... Nuestra oración se debe elevar a Dios, como el perfume del incienso. «Dirigatur, Domine, sicut incensum in cospectu tuo!»



De las Buenas noches del 26-IX-1937;
Parola VII, 56-59.


*  Tasso, Gerusalemme liberata, c.1, v.25.

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