El P.
Francisco Nazar, en un reportaje hecho por Magdalena Ruiz Guiñazú, recordaba como
el Cottolengo y el Hno. Marciano Frette, le ayudaron a salir de una crisis de fe y descubrir el sentido del servicio.
Comenzar un nuevo año conlleva una aureola de propósitos que, luego, se cumplan
o no, integraron nuestros planes de vida en los que, de pronto, surgen ejemplos
de una claridad rectora.
El padre Francisco Nazar (a quien, en las últimas elecciones, vimos
encabezar la oposición al gobernador Insfrán en Formosa) es un hombre que nació
en una familia de mucha fortuna, recibió una esmerada educación y, entre sus
hermanos, parecía destinado a continuar una tradición familiar de intereses
comunes y plácido devenir.
Francisco, en cambio, renunció a todos sus bienes materiales, decidió ser
sacerdote, ingresó en la orden de los pasionistas y, entre varias decisiones
propias, pasó más de veinte años en la selva junto al pueblo wichi.
—Padre
Francisco –interrogamos–, ¿por qué esa opción tan inquebrantable y difícil?
—Bueno... –Nazar busca las palabras–, porque yo aprendí que, en la vida,
no todos nacemos en las mismas condiciones y también vi que había muchos
desarreglos. Unos, en óptimas condiciones. Otros, careciendo de lo
indispensable. Y, entre éstos, pude comprobar un gran sufrimiento. Yo creo que,
en la vida, el dolor es un misterio pero me llevó a jugarme por los que sufren.
Le doy un ejemplo: cuando me iba a ordenar de cura pedí (antes de la
ordenación) pasar un tiempo en el Cottolengo.
Recordamos que el Cottolengo es la obra de Don Orione que se hace cargo
de las personas de las que ninguna institución se ocupa.
—Bueno, fui al Cottolengo –prosigue Nazar en un tono neutro– y estuve
allí durante un mes de diciembre con la idea de pasar en esa casa Navidad y Año
Nuevo. Quería observar de cerca la experiencia del dolor visto desde adentro.
Estuve entonces en un pabellón trabajando con un hermano que se llamaba
Marciano. Era un tipo que pertenecía a la obra del Cottolengo. Entonces, viendo
todo ese dolor y ese sufrimiento, me sobrevino una crisis existencial y también
de fe. Para abreviar le diré que, a la semana, hice mi valija para irme y, al
mismo tiempo, me dije: “Me voy porque no puedo sostener la idea de que exista
un Dios que permita tanto dolor humano, que haya un rechazo general hacia estos
seres sufrientes, que se deje a los niños abandonados en la puerta del
Cottolengo”. Algo imposible de soportar. Cuadros impresionantes frente a los
que uno dice: “No es posible que esto sea verdad”. Me entró una crisis general.
Absoluta.
El Hno. Marciano Frette en el Hogar "Santa Ana" |
Y el padre Francisco lo relata sin levantar la voz:
—Con la valija en la mano me fui a ver al hermano Marciano y le dije:
“Mirá, estoy muy mal. No soporto esto. Mi fe y mi vida se han derrumbado. Tengo
que empezar de nuevo y ver por dónde va la cosa”. Y el hermano me miraba y me
miraba. De pronto, dijo: “Haceme un favor: llevale este plato de comida a
Ramón”. Ramón era un defectuoso absoluto. Total. Un chico de alrededor de 20
años pero con un solo detalle normal, que era su cara. No tenía brazos, su
cuerpo... Bueno, fui y cuando le di la primera cucharada en la boca me dedicó
una enorme sonrisa. Para mí fue la sonrisa de Dios. Y en ese momento recuperé
lo que creía perdido. “La vida existe”, me dije. La vida merece ser en la
medida en que esté al servicio de los demás. Y desde entonces aprendí eso. Lo
descubrí. Y no solamente a través de la Iglesia –explica con sencillez– sino
por intermedio de gente extraordinaria como Luther King, Gandhi o Mandela,
tipos que me entusiasmaron mucho... Albert Schweitzer (un médico, filósofo y
músico que dedicó su vida a los leprosos y fue Premio Nobel de la Paz en 1952).
Y ahí pensé –sigue diciendo–: yo me voy a jugar. Quiero entregar mi vida porque
Dios me regaló el haber nacido en una maravillosa familia que me dio una buena
formación y... ahí me largué y esto me ha hecho muy feliz. Descubrí, además,
que en la vida todo está a partir del otro y no a partir de uno mismo. Desde el
otro es desde donde realmente crecemos, recibimos, aprendemos. Desde el otro
nos hacemos fuertes y podemos hacer nuestra síntesis, y así entregarnos en
cuerpo y alma.
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