Recuerdos del escritor y periodista argentino, Manuel
Mujica Láinez sobre Don Orione
Hace
unos meses, cuando regresaba de Europa, conversé a bordo con un sacerdote de la
congregación de Don Orione. Me dijo que el proceso de beatificación de ese
hombre extraordinario avanza con paso seguro. Ya han sido aprobados todos sus
escritos, materia delicadísima en estos procesos. No hay duda de que Don Orione
será elevado por la Iglesia al honor de los altares.
Yo
lo conocí en 1935, el año en que fundó en Claypole su Pequeño Cottolengo
Argentino. Hacía mucho que estaba en nuestro país, a donde había llegado por
primera vez en 1921 y donde había instalado, en Victoria, la casa inicial de la
congregación por él creado: la Pequeña Obra de la Divina Providencia. Fuera de
ciertos sectores se labor maravillosa se había difundido poco. El reportaje que
por encargo de La Nación le hice en
1935 contribuyó a informar a un público vasto acerca de la trascendencia y la
originalidad de una obra de hondo sentido cristiano y social. Hoy nadie la
ignora, y la admiración justa que suscita se refleja en la importancia de su
crecimiento.
Don
Orione me regaló entonces la fotografía que ilustra esta página y en la que
cabalga un burrito, como un paisano de su Italia natal. La tengo ante mí,
mientras evoco su recuerdo, y vuelvo a ver con nitidez pasmosa, como si no
hubieran transcurrido 23 años, al santo varón. Parecía un aldeano, un tosco
aldeano de cejas gruesas y áspero pelo. Tenía manos rugosas de cavados y ojos incomparables,
negros, que se le metían a uno, haciéndolo sentir como si por dentro lo
cavaran. He tratado, en el curso de mi vida, por exigencias profesionales, a
bastante gente singular; he conversado con príncipes y con grandes artistas y
escritores. Lo he visto pasar a Pío XII por la nave central de San Pedro, en la
silla gestatoria, poco antes de su muerte. Y nadie, nadie me ha impresionado
tanto como Don Orione. Nunca he captado tan próxima la presencia de lo
sobrenatural. Ninguna mirada me ha sondeado como la de sus ojos, tan bondadosos
y tan sabios; ninguna mirada ha penetrado de tal manera en mí, ni ha andado
así, por los caminos de mi sangre, hacia mi corazón, reprochándome y perdonándome.
Fuente: Revista "Atlántida" año 41, numero
1103, Enero 1959, Buenos Aires.
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